
Hace unos días, el Comité Nobel anunció que el Premio de la Paz 2025 era para María Corina Machado. La dirigente opositora venezolana, que tuvo que participar en unas elecciones presidenciales por interpósita persona y aún así las ganó, y luego le fueron robadas por el régimen de Maduro, se convirtió en símbolo de la lucha democrática en una de las dictaduras más brutales y persistentes del hemisferio. Aplausos, emoción, reconocimiento internacional. Todo lo que cabría esperar de un premio de esa naturaleza, aunque su ideología sea conservadora, y sus ideas económicas y políticas sean debatibles.
Menos, claro, para buena parte de la izquierda latinoamericana —y de su eco en Europa— que montó en cólera. A Machado la llamaron títere del imperialismo, apologista del genocidio, “la Guaidó con faldas”. Su crimen: ser opositora de Maduro y de la liturgia consagratoria de la izquierda dogmática. Y por eso la anatematizan, aunque haya enfrentado con valentía una dictadura que persigue, tortura y asesina opositores, y que ha obligado a casi ocho millones de personas a abandonar el país.
Nadie que se diga demócrata debería tener que explicar por qué un régimen como el de Venezuela es indefendible. Pero para cierta izquierda, el criterio no es el respeto a los derechos humanos, sino la ubicación en el tablero ideológico. Si alguien critica a Maduro, entonces debe estar con la CIA. Si defiende elecciones limpias, es porque quiere restaurar el neoliberalismo. Y si es mujer, opositora, liberal en lo económico y democrática en lo político, como María Corina, entonces es poco menos que Satanás en traje sastre.
No importa que haya ganado unas elecciones con más del 67 por ciento de los votos. No importa que le hayan bloqueado su candidatura con trampas judiciales. No importa que arriesgue su vida todos los días en un país donde disentir puede costar la libertad o la vida. Lo que importa es que no forma parte del club ideológico correcto. Y eso, para el fanático, la vuelve inadmisible.
Ioan Grillo —un periodista que simpatizó con Chávez, lo conoció y luego presenció en carne propia la catástrofe humanitaria que siguió— resume bien el dilema. Venezuela, dice, le rompió el corazón. Porque creyó en un socialismo democrático, popular y redistributivo, y lo que encontró fue una dictadura grotesca, corrupta y violenta, que además usa la narrativa antiimperialista como coartada para mantenerse en el poder. Grillo no se volvió conservador. No se hizo antichavista por deporte. Vio a la gente morirse de hambre, a los hospitales sin medicinas, a las cárceles sin agua. Vio el colapso, y entendió. A diferencia de los propagandistas desde la comodidad del Primer Mundo, él sí estuvo ahí.
Pero la historia de María Corina y el delirio con que algunos sectores han reaccionado a su Nobel no se agota en Venezuela. La lógica es la misma que permite apoyar a Hamás con la bandera palestina, sin decir una sola palabra sobre las ejecuciones sumarias, los atentados suicidas, la represión contra mujeres, la homofobia institucional y la masacre del 7 de octubre de 2023. De nuevo: si el enemigo es Israel, entonces todo está permitido. Así funciona el maniqueísmo. No se trata de defender derechos, sino de escoger bandos. Aunque en el elegido haya verdugos sanguinarios.
Por supuesto, criticar a Hamás no equivale a justificar los crímenes de guerra de Netanyahu, ni su política colonialista, ni el asesinato de civiles palestinos. Eso debería ser evidente. Pero para la izquierda atrincherada en la consigna, hay que escoger un paquete cerrado: o estás con Palestina y entonces te callas ante las atrocidades de Hamás, o estás con Israel y entonces eres cómplice del genocidio. No hay matices. No hay dudas. No hay dilemas morales. Sólo una moral de catecismo, con buenos y malos, héroes y villanos. Una izquierda sin autocrítica, sin pluralismo, sin democracia de dogma y de consigna, como la España rancia a la que se refería otro Machado, Antonio, como de cerrado y sacristía.
Esa misma izquierda es la que guardó silencio cuando encarcelaron a casi mil opositores en Venezuela. La que se tragó sin chistar el fraude electoral. La que aún habla de “medidas coercitivas unilaterales” para justificar el hambre. La que dice que Maduro no es de izquierda, como si eso lo eximiera. Como si el problema no fuera lo que ha hecho, sino de qué lado del espectro lo hizo.
Y mientras tanto, del otro lado, hay una izquierda democrática, que sí existe, aunque cueste encontrarla en el ruido de las redes. Una izquierda que defiende libertades civiles, que no compra discursos autoritarios ni endosa gobiernos impresentables. Una izquierda que no cree que la democracia sea un medio, sino un fin en sí mismo. Que puede estar en desacuerdo con el liberalismo económico, sin hacerse cómplice de represores. Que sabe distinguir entre crítica y propaganda. Que no ve al mundo como un teatro de marionetas donde el único enemigo es Estados Unidos.
Esa izquierda no es la que ha dominado la conversación pública. No tiene medios estatales, ni bots, ni operadores. No produce slogans. Pero sigue ahí. Y es la única que puede tener futuro. Porque los otros, los que se indignan por el Nobel de la Paz mientras defienden dictaduras y teocracias, se están volviendo caricaturas de sí mismos. Y lo saben.
El caso de María Corina Machado no es perfecto. Ninguno lo es. Ha cometido errores, ha sido imprudente en sus alianzas, y sí, se equivocó al dedicarle el premio a Trump en una versión en inglés de su mensaje. Pero nada de eso borra el hecho central: ganó una elección, le fue robada, y sigue luchando en condiciones extremas por la democracia en su país. Y eso, para cualquier persona con un mínimo de coherencia democrática, debería bastar para reconocerla.
Claro, para los fanáticos no basta. Porque lo suyo no es la justicia, sino la fidelidad ideológica. Y por eso defienden a dictadores mientras repiten “el pueblo unido jamás será vencido”. A ese pueblo le niegan el derecho a elegir, a protestar, a vivir sin miedo. Le niegan, incluso, el derecho a ser defendido por una mujer que no pertenece al club. Porque no se trata del pueblo. Se trata del dogma.
Y el dogma no tolera desviaciones. No perdona disidencias. No entiende el pluralismo. Por eso se indigna con un premio, pero calla ante el exilio forzado, la tortura, el hambre. Por eso vocifera contra Israel, pero guarda silencio frente a Hamás. Por eso dice defender a los pobres, mientras justifica a quienes los empujan al abismo. Solo defienden la democracia si son ellos los que ganan. Si no, la tachan de farsa, la deslegitiman, la sabotean o la desprecian. Lo suyo no es un proyecto democrático. Es una causa cerrada que no admite derrota.





