
Por Maira Olivo*
La semana pasada, mientras el expresidente Andrés Manuel López Obrador reivindicaba a los pueblos originarios en su libro Grandeza, diversos movimientos y comunidades indígenas continuaban exigiendo el respeto y la garantía de su derecho a poseer, utilizar, controlar y administrar sus territorios ancestrales, incluidos los bienes naturales como el agua que en ellos se encuentren. Este contraste evidencia un fenómeno histórico de larga data: la disputa en torno al agua como bien común, cuya gestión ha estado marcada por tensiones persistentes entre los discursos oficiales y las prácticas institucionales. En efecto, las políticas hídricas siguen reproduciendo lógicas coloniales de despojo que restringen el ejercicio efectivo de los derechos de los pueblos y comunidades indígenas.
La Ley de Aguas Nacionales (LAN), actualmente en discusión para su posible reforma en el Poder Legislativo, sigue colocando a los pueblos originarios en un papel secundario, sin reconocer plenamente su derecho a la libre determinación y su carácter de custodios ancestrales de las fuentes de agua. Esta omisión resulta particularmente grave si se considera que la libre determinación de los pueblos indígenas es un derecho inherente y preexistente al Estado, cuya garantía constituye un acto de justicia histórica y un requisito para transformar las estructuras de exclusión que permanecen vigentes, como ya lo ha reconocido la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su informe “Derecho a la Libre Determinación de Pueblos Indígenas y Tribales”.
Si bien en las últimas dos administraciones federales se han conseguido avances inéditos en el reconocimiento jurídico de los pueblos y comunidades indígenas, incluyendo su consideración como sujetos de derecho público con personalidad jurídica y patrimonio propios, la implementación de la reforma al artículo segundo constitucional continúa enfrentando importantes desafíos. Tales dificultades se manifiestan con claridad en la iniciativa de reforma a la Ley de Aguas Nacionales enviada por el Ejecutivo federal, la cual no reconoce plenamente los derechos de los pueblos indígenas sobre las aguas de los territorios que habitan u ocupan conforme a sus propios sistemas normativos.
La iniciativa, además, mantiene la posibilidad de que las aguas en territorios indígenas sean concesionadas o apropiadas por terceros sin el consentimiento de las comunidades y pueblos indígenas, ignorando que el acceso y control del agua son indispensables para su supervivencia física, cultural y espiritual. El pleno ejercicio de este derecho —y que no contempla la Iniciativa— implica reconocer la capacidad de los pueblos indígenas para formar comités locales para el cuidado del agua, así como consejos y asociaciones intercomunitarias que gestionen de manera coordinada cuencas y cuerpos de agua compartidos; reconocer las normativas internas que garantizan un acceso equitativo y sustentable; implementar proyectos locales de buen manejo hídrico; recibir compensaciones por los cuidados ambientales que preservan; y emprender acciones jurídicas frente a proyectos que amenacen sus bienes naturales.
Cualquier decisión administrativa, legislativa u obra pública que pueda afectar las aguas de los territorios indígenas debe sujetarse, conforme a los estándares internacionales, algunos emanados de la Jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a un proceso de consulta previa, libre, informada y de buena fe, cuyo carácter vinculante reconoce la autonomía y los sistemas internos de decisión de las comunidades. Ello incluye la posibilidad de aceptar las formas propias de deliberación, como los acuerdos de asamblea, siempre que así lo determinen los pueblos involucrados. De igual forma, el Estado debe realizar estudios de impacto social, cultural, ambiental y de derechos humanos antes de aprobar cualquier proyecto relacionado con el agua que pudiera afectarles directa o indirectamente.
Garantizar el acceso colectivo al agua en los territorios indígenas exige que el Estado proporcione los recursos necesarios para que las comunidades planifiquen, administren y controlen este bien esencial. Ello implica promover la participación de las mujeres indígenas en los espacios de toma de decisiones, así como respetar y restituir las dotaciones de agua a ejidos y comunidades, independientemente de los cambios en la propiedad de parcelas individuales. Sólo así podrá cerrarse la brecha entre la “grandeza” que desde el discurso se atribuye a los pueblos originarios y los derechos que, en la práctica, continúan siendo negados.
*Maira es coordinadora del programa de Territorio, Derechos y Desarrollo de @FundarMexico





