
En los días posteriores a la conversación sobre la transición española con Otto Granados, Raymundo Rivapalacio y Ricardo Becerra, continué la discusión con el siempre agudo Becerra, quien me reclama que critique a la transición mexicana por lo que no fue y no la enaltezca por lo que realmente fue, como si el análisis de las concreciones de la realidad no pudiera incluir los fallos como hechos. Después vino la renuncia del Fiscal General de la República, cuyo nombre debe ser archivado en los anales de la ignominia nacional, ya de por sí repletos de personajes inefables acumulados desde los orígenes de la siempre truculenta política mexicana. A partir de esos dos hechos, sin conexión aparente entre sí —una transición democrática fallida y una renuncia ilegal de un funcionario supuestamente autónomo y con responsabilidad ante el Senado— me puse a reflexionar sobre un tema que se suele soslayar: la incapacidad del Estado mexicano para construir un orden jurídico eficaz, ejecutado de manera obligatoria y de carácter universal.
Empiezo por el primer tema: la transición a la democracia fue un fracaso porque sólo extendió el orden jurídico a ciertos temas, y la protección de la ley sólo llegó a aquellos grupos de élite con capacidad económica y política para litigar sus asuntos. Por supuesto, fue exitosa en lo que toca a la capacidad de la ciudadanía para castigar con su voto a los malos gobiernos, pero no fue suficiente para dar el paso al cambio profundo de orden social.
En México la ley nunca ha sido el marco efectivo de reglas del juego. Su obediencia siempre ha sido negociable, su aplicación arbitraria y muy endeble por un Estado débil, sin medios efectivos para garantizar su cumplimiento y con nula legitimidad social, pues todos sabemos que buena parte de las normas no son más que papel mojado (ahora vemos cotidianamente a miles de personas violar la Constitución cada vez que “vapean”, por poner solo un ejemplo de la estulticia legislativa reciente), o que se puede no obedecer una ley si se tiene suficiente dinero, influencias o capacidad de movilización política de clientelas.
La transición democrática generó un marco jurídico eficaz, con instrumentos de cumplimiento efectivo, en el terreno electoral. También la reforma al Poder Judicial Federal generó un marco de certidumbre jurídica, ahora perdido, para las élites políticas y económicas y sectores de la sociedad civil. Los órganos autónomos fueron surgiendo como islotes de legalidad en ciertos temas: política monetaria, transparencia y acceso a la información y otros, aunque de manera tardía, como la competencia económica, la regulación de las telecomunicaciones o la energía, pero en la inmensa mayoría del océano social la ley siguió siendo una entelequia carente de cualquier respeto por parte de las autoridades o de la sociedad misma.
Es más: el crecimiento de las organizaciones especializadas en mercados clandestinos, capaces no sólo de hacer evidente el despropósito de la prohibición de las drogas, sino de controlar la extracción de rentas de casi cualquier mercado productivo, ha contribuido como nunca a dejar en evidencia a un Estado siempre enclenque, que reducía la violencia dando amplio margen a sus agentes para vender protecciones particulares y gestionar la aplicación de la ley en su beneficio personal.
Sí, tiene razón Becerra: muchas cosas cambiaron con la democracia. Hubo pluralidad y debate en el Congreso, los presidentes no pudieron hacer su voluntad como antes, cuando ejercían el poder de manera arbitraria, la Corte los contuvo, los presupuestos fueron negociados —aunque no siempre con los mejores métodos–, hubo competencia local. Pero fueron más las que no cambiaron, y la principal fue que la ley no se convirtió en un marco institucional efectivo y reconocido por todos los actores sociales como el instrumento para hacer avanzar sus intereses, garantizar sus derechos y resolver sus controversias con los otros y con los gobiernos.
Incluso leyes surgidas durante el período democrático nacieron con excepciones para hacerlas nugatorias, como la fallida Ley del Servicio Profesional de Carrera de la Administración Pública Federal, que incluyó un artículo que permitió que el sistema de botín en el reparto del empleo público se mantuviera intacto.
Pero lo realmente serio es que todos los gobiernos, en todas sus instancias, siguieron actuando con los mecanismos heredados de la trayectoria institucional del país desde su fundación estatal: arbitrariedad, clientelismo, venta de protección, concesiones de contratos a los amigos, apropiación patrimonial de los recursos del erario.
Y a las personas comunes y corrientes el acceso a la justicia les siguió quedando tan lejano como siempre. Entrar a una oficina de los ministerios públicos locales podía ser una experiencia terrorífica, una pesadilla kafkiana, con horas de espera en bancas herrumbrosas frente a ventanillas vacías y escritorios con pilas de papeles acumulados, tan sólo para presentar una denuncia que, lo más probable, nunca llegaría a ningún lado. Ser acusado por el ministerio público siguió siendo casi siempre garantía de culpabilidad.
La reforma constitucional para hacer autónomas a las fiscalías llegó tarde y fue una tomadura de pelo. Ningún gobernador quiso perder el control político de la pomposamente llamada procuración de justicia, cuando no era más que una expresión más de la arbitrariedad del poder. Y ni Peña Nieto ni López Obrador quisieron cumplir con el mandato constitucional. Peña quiso dejar a un válido; López Obrador nombró a un infame al que lo unían intereses indecibles. Por supuesto, ninguna procuraduría se reformó para convertirse en fiscalía autónoma y profesional, con los recursos necesarios para cumplir su papel y armar casos sólidos frente a los jueces, a los que López Obrador acabó por echarles toda la culpa de la ineficacia de quienes debieron convertirse en investigadores convincentes y abogados capaces de argumentar sólidamente ante los tribunales.
La renuncia irregular del Fiscal General no es más que otra muestra del nulo valor que sigue teniendo la ley en México: la más grande ficción aceptada de nuestra sociedad. Mientras la ley no sea un manto protector de derechos, un mecanismo de garantía frente a la arbitrariedad del poder y un instrumento para resolver pacíficamente las controversias, el poder en México seguirá sin ser efectivamente democrático. El nuevo régimen, por supuesto, va caminando en sentido contrario a esa utopía.





