Fabrizio Mejía Madrid

Grandeza de López Obrador

"La doble intención de Grandeza es poner en alto el componente comunitario, no utilitario, y ético de las comunidades indígenas de México y, de paso, apreciar cómo una manera de –ser-- humanos puede revolucionar la práctica política. Para ello, López Obrador va visitando el racismo que acompañó la invasión europea de América y la blanquitud".

Fabrizio Mejía Madrid

18/12/2025 - 12:04 am

Casi al final de su libro, Andrés Manuel escribe: “Construyamos un nuevo pacto social agregando cláusulas de bondad y de humanismo mexicano; porque si, contra la corriente, los pueblos indígenas nos han rescatado del desastre, hacia adelante, con la inclusión de las antiguas enseñanzas, con un consenso más amplio y la suma de voluntades, nuestro querido México irá más aprisa, de menos a más”. Empiezo esta columna resaltando un término ---“nuevo pacto social”--- para hacer una lectura política de esta idea que propone el expresidente.

La doble intención de Grandeza es poner en alto el componente comunitario, no utilitario, y ético de las comunidades indígenas de México y, de paso, apreciar cómo una manera de –ser-- humanos puede revolucionar la práctica política. Para ello, López Obrador va visitando el racismo que acompañó la invasión europea de América y la blanquitud que dejó, hasta la fecha, en la disposición de sus colonizados que siguen sintiéndose inferiores por ser mexicanos. Las dos emplazamientos son rastreables desde la ideología que sembraron en Occidente los propios invasores españoles: que los indígenas eran caníbales, que masacraban a miles de prisioneros en un sólo día, que eran crueles y salvajes. Lo que López Obrador demuestra es que se trata de una ideología que justificó la esclavitud, el saqueo, y el desplazamiento forzado de millones de mexicanos. No solamente pone en un duda esa leyenda negra de mexicas, mayas, y pueblos del norte, que no es que fueran nómadas sino que los expulsaron para arrasar con los yacimientos de oro y plata, sino que enlatece sus obras materiales, científicas, pero sobre todo de una manera de ser y vivir en convergencia con los demás y el cosmos. 

Nosotros fuimos enseñados un tipo de identidad que establece una mentira: que somos la mezcla de españoles con indígenas americanos. Las cifras nos dicen otra cosa. En México, el porcentaje de españoles peninsulares jamás pasó del 0.2 por ciento de la población. Por su parte, mestizos y castas ya para 1821 no pasaba del 20 por ciento. El resto, el 80 por ciento de la población mexicana es resultado de las combinaciones entre distintas poblaciones indígenas. Hoy llamamos pueblos originarios a quienes conservaron los idiomas y la cultura, y a ellos se refiere el primer impulso del texto de López Obrador. Pero el segundo se refiere a la colonización mental, a la blanquitud que permeó durante dos siglos ya de México como Nación. Para mí el mejor ejemplo es El laberinto de la soledad de Octavio Paz, que no es una obra histórica o filosófica, sino sólo poética, como casi todo en él. Ahí, como recordarán ustedes, se habla de una identidad psíquica donde sólo hay dominantes y dominados. Octavio Paz no ve la resistencia. Paz es alguien que mira el mundo en opuestos binarios, nunca complejos: negro-blanco; vida-muerte, femenino-masculino. Es más, Paz ni siquiera quiere ver la dualidad inventada por la Revolución mexicana entre españoles e indígenas, sino que propone considerar la identidad mexicana como una no-identidad, es decir, la nada, al que él llama “conciencia de la soledad”. 

En realidad, Octavio Paz no habla de razas aunque sí de una psique ---“actitud vital”, escribe--- que está más en la mirada del poeta clasemediero, que en la realidad que mira. Así, ve a un sujeto, no a comunidades. Y lo ve con reticencias y hostilidades encubiertas. Dice: “Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables (…) El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo”. Ese “mexicano”, así en abstracto, es hermético, mudo, indescifrable para Paz. Es un reprimido que, de pronto, reacciona sin ton ni son. Es la misma idea de las masas de revolucionarios que encontramos en las novelas de la Revolución, siempre retratando gente humilde que no sabe por qué lucha, llevados en una “bola”, crueles sin siquiera encontrar justificaciones racionales a tanta muerte. Es, una vez más, el fetiche del pueblo incomprensible para los aristócratas de la bibliografía. No es que lo sea, pero es la identidad que prefería el PRI para sus gobernados: ritualistas, formuláicos, aguantando y estallando sólo en las fiestas, que desprecian tanto a la vida como a la muerte, abnegados. Es el pueblo del PRI y a él obedecen sus prácticas. El corporativismo del Partido Único era el de entregarle a sus huestes, no lo que pedían sino lo que se requería para mantenerlos leales. El mexicano del Laberinto de la Soledad es priista. Es un sujeto, no una comunidad. Es un síntoma, no una continuidad. Paz lo describe casi como un perro apaleado que vive de las sobras de la casa. El mexicano de Octavio Paz es un acarreado de la CNOP.  

Pero el Laberinto de la soledad se convirtió también en un retrato misógino, donde la invasión española tiene implicaciones sexuales. Escribe Paz: “Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos antagónicos y complementarios”. Así, se despacha Don Octavio a todas las mujeres indígenas que no importa si fueron fascinadas o violadas, traen consigo el estigma de la traición. Todo esto para que la supuesta “actitud vital” de todo mexicano quepa en su fórmula binaria entre lo cerrado y lo abierto, lo masculino y femenino, la vida y la muerte. Si bien eso puede servir para escribir poesía, no lo es para construir una ideología, que es lo que está tratando de hacer durante todo el ensayo sobre una especificidad que desconoce. Así, al final, este Paz que habla de los priistas tanpoco encuentra una solución a las contradicciones que bellamente ha escrito y termina diciendo: “La tesis hispanista, que nos hace descender de Cortés con exclusión de la Malinche, es el patrimonio de unos cuantos extravagantes —que ni siquiera son blancos puros—. Y otro tanto se puede decir de la propaganda indigenista, que también está sostenida por criollos y mestizos maniáticos, sin que jamás los indios le hayan prestado atención. El mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo”. 

Muy distinto de este eurocentrismo vagamente existencialista, pero bastante racista y misógino de Paz, lo que emprende López Obrador es la historia de la resistencia contra una invasión. La llama “operación conejo” por una cita de Vasco de Quiroga en el Michoacán del siglo XVI, y consistió en la fuga de miles de indígenas de las medidas que los reducían a nuevas poblaciones para tenerlos cerca de los campos y minas y, también, de las iglesias. Eso explicaría por qué México tiene estas áreas metropolitanas megapobladas y 185 mil localidades rurales de menos de dos mil 500 habitantes. Pero políticamente, es crucial porque está demostrando con datos históricos, casi siempre de fuentes primarias, un movimiento de tres siglos que se opuso a la opresión de España moviéndose y apartándose. López Obrador no saca de eso una conclusión sobre el espíritu agazapado del mexicano o sobre su actitud vital irresponsable ante la vida y la muerte, menos de su psique, sino que está hablando de una estrategia no-violenta de defensa de la libertad que es colectiva y que marca la geografía del país hasta la fecha. Esa libertad tiene un contenido colectivo y de vida en común, y es palpable en nuestros pueblos y comunidades, en las zonas todavía solidarias de las centros metropolitanos, sus barrios. 

López Obrador, basado tanto en Guillermo Bonfil Batalla como en Luis Prieto, hace la lista de los cinco principios de esa vida en común. El primero es la ausencia del afán de lucro y de la acumulación de bienes materiales. Es una vida que valora la autosuficiencia, el arreglo con lo necesario, y el pago del excedente en tributo a las autoridades. Estas autoridades no basan su distinción jerárquica tampoco en su riqueza o poder, sino en otra cosa mucho más complicada de obtener: el prestigio, es decir, el reconocimiento de su comunidad por los servicios que presta a sus semejantes. El trato deferente y respetuoso a esa autoridad tiene su contraparte en el descrédito y la burla de aquellos que no lo han servido a los intereses de la mayoría. De ahí, por supuesto, se desprende la idea de la austeridad republicana, es decir, del mínimo necesario en el funcionamiento de la administración de gobierno, tan preciado para la Cuarta Transformación.

El segundo principio es el carácter comunal de la tierra, donde ésta no es una propiedad mercantil sino un tiempo. El tiempo necesario para cosechar de ella lo que se necesita para vivir. No es de nadie. Es de ella misma, del planeta, del cosmos que forma parte de un todo interrelacionado. La usamos un momento de la existencia pero es ella, la tierra, la que debe proseguir sin nosotros. Ahí duermen los ancestros, nuestros muertos. De ahí, por supuesto, el que la 4T haya llevado a cabo el programa de reforestación más grande del mundo para darle empleos a los agricultores. El tercero es la ayuda mutua, el hoy por ti y el mañana por mí, que explicaría de alguna forma la solidaridad de los mexicanos cuando sucede cualquier desastre natural, ese espacio de poder que fue el origen de la primera Sociedad Civil, la de Monsiváis en el terremoto, no la de los panistas sin partido. También se explica con esa práctica, ese resorte moral de ayudar a quienes han caído en desgracia, el enorme volumen de remesas de los mexicanos en Estados Unidos que reciben las familias de origen. El cuarto principio es la defensa de la libertad. López Obrador toma de ejemplo la defensa de la tierra que mantenía al sistema capitalista a raya con sus técnicas de ayuda solidaria, pero también en la autonomía que daba a las poblaciones para no ser absorbidas por el trabajo de peón en una hacienda. Pero podemos encontrar esa defensa de la libertad en las luchas de ferrocarrileros, electricistas, maestros, estudiantes, campesinos y jornaleros. Hay siempre ahí una idea de que no se está luchando por sí mismo, sino para generaciones venideras, que el sacrificio vale la pena y que la derrota es victoria cuando has hecho lo correcto. El último principio es la honestidad, que se deriva de que los bienes materiales no sean lo que rodean al ser humano feliz, sino la gente que lo ama y respeta. Tomarlo como principio las prácticas que fueron defendidas con la resistencia de medio milenio por las comunidades va a contra pelo de la concepción casi cosmogónica del PRI y el PAN de que la corrupción en México era parte de la cultura, cuando no, hasta de la canasta básica. Peña Nieto, y antes Fox, nos machacaron con la idea de que la ratería y la deshonestidad tenían como motivación la falta de dinero y que, por tanto, sólo los pobres eran corruptos y los empresarios nos gobernarían con honestidad porque ya tenían su dinero. Lo que resultó es que la honestidad es una decisión moral entre hacer o no el bien y no que seas Vicente Fox o Ricardo Salinas Pliego hartándose de dinero público, privado, y hasta fantasma. 

En la parte final del libro, Andrés Manuel escribe sobre que la forma de intercambio en la política no tiene nada que ver con la economía, es decir, con el dinero. La retribución por un servicio no es una paga, sino un acto de justicia que se premia con reconocimiento y amor. El “amor con amor se paga” está en el fondo de esa reflexión. Escribe el Presidente: “No se puede hacer política sin amor al pueblo. De ahí que si no se tiene esa convicción, más aún, si se milita en un partido de izquierda, lo mejor es hacerse a un lado y ocuparse de lo personal, quedarse en la comodidad de los negocios privados, pero no simular que se ayuda o se sirve si en realidad no se siente el ánimo ni se está dispuesto a querer a los semejantes.”

Lo que como lector e interesado en lo político me deja claro Grandeza de López Obrador es que está planteando una doble apuesta. Por un lado no está haciendo un manual de ética para gobernantes o gente poderosa al estilo de los renacentistas que aconsejaban normas para la virtud pública de reyes y obispos, sino que está planteando como ejemplo a seguir una serie de principios de cómo ser más que de cómo hacer. No está lejano de los debates sobre el Hombre Nuevo de las revoluciones latinoamericanas de los sesentas. Está proponiendo que seamos un poco como nuestras comunidades, todos, en México y fuera de él, con los mexicanos de los Estados Unidos. Por otra parte, lo que está planteando no es el clásico debate de décadas en México entre “asimilar” a los indígenas a una supuesta sociedad moderna, ni tampoco dejar estar a las comunidades desamparadas ante la ausencia de Estado, libres de ser aplastadas por las corporaciones internacionales, felices con el reconocimiento de su identidad pero sumidos en la injusticia de que no haya redistribución. 

Lo que está proponiendo con el “nuevo pacto social” es que seamos todos un poco menos materialistas, con más sentido del servicio a los demás, más solidarios, más libres en el sentido autosuficiente colectivo. Concibe a la política como una actividad en la que el motor no está en nosotros mismos sino en el otro vulnerable, a tal grado, que es ayudar lo que nos dé el sentido a seguir vivos.

Fabrizio Mejía Madrid

Fabrizio Mejía Madrid

Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

Lo dice el reportero