
Para quienes hemos vivido y observado la evolución política de América Latina desde mediados del siglo XX, resulta profundamente desconcertante escuchar al Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, afirmar que el petróleo que se encuentra en el subsuelo de Venezuela es propiedad de su país y que los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro lo habrían “robado”, otorgando así —según su razonamiento— el derecho a Estados Unidos de “recuperarlo”.
Esta afirmación no sólo es inesperada: contradice de manera frontal el derecho internacional vigente. Desde hace décadas, la comunidad internacional reconoce sin ambigüedad que los Estados son soberanos sobre su territorio y sobre los recursos naturales que se encuentran en él, incluido el subsuelo.
Ese principio está expresamente consagrado en la Carta de las Naciones Unidas, que en su artículo 2 reconoce la igualdad soberana de los Estados y prohíbe la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial de cualquier país. Más aún, la Resolución 1803 (XVII) de la Asamblea General de la ONU, adoptada en 1962, establece el principio de la soberanía permanente de los pueblos y las naciones sobre sus recursos naturales, señalando que dichos recursos deben servir al desarrollo nacional y al bienestar de sus pueblos.
Desde entonces, este principio se convirtió en una norma central del derecho internacional contemporáneo, particularmente para los países de América Latina, África y Asia, que lo impulsaron precisamente para poner fin al despojo histórico ejercido por las potencias coloniales y sus empresas.
Para México, el precedente que pretende establecer Donald Trump es especialmente grave. Bajo esa lógica, Estados Unidos podría declararse propietario de los recursos naturales del subsuelo de cualquier país latinoamericano. En el caso mexicano, basta recordar que tras la expropiación petrolera de 1938, decretada por el Presidente Lázaro Cárdenas, empresas inglesas y norteamericanas iniciaron intensos litigios internacionales. Sin embargo, ningún organismo internacional reconoció jamás que esas empresas —ni sus Estados de origen— fueran propietarias del petróleo mexicano.
Aceptar hoy el razonamiento de Trump implicaría abrir la puerta a que Estados Unidos reclamara no sólo el petróleo mexicano, sino también la industria eléctrica nacionalizada en 1960 por el Presidente Adolfo López Mateos, incluida la Comisión Federal de Electricidad. Sería un retroceso histórico que anularía décadas de construcción jurídica internacional.
Esta visión corresponde a la lógica de los imperios conquistadores de la antigüedad: la Roma de los tiempos de Cristo, la Grecia de cinco siglos antes de nuestra era o las campañas de Gengis Kan en Asia. Es una concepción basada exclusivamente en el poder del más fuerte, incluso más primitiva que la del colonialismo moderno. Españoles e ingleses, al menos, pretendían justificar sus conquistas con argumentos —sofistas, sin duda— de evangelización, civilización o progreso. Aquí ya no hay ni siquiera ese disfraz ideológico: basta con haber explotado un recurso en el pasado para reclamarlo como propio.
Llevada a sus últimas consecuencias, esta lógica supone que un país poderoso puede apropiarse del subsuelo, de los recursos naturales y eventualmente de la fuerza de trabajo de los pueblos considerados incapaces de gobernarse a sí mismos. Puede parecer una exageración, pero no lo es más que lo que nos habría parecido, a quienes nacimos antes de 1960, que un Presidente se declarara dueño del subsuelo de otro país y anunciara su intención de “recuperarlo”.
No se trata de una idea nueva. Aristóteles, en su obra Política, escrita en el siglo III antes de Cristo, justificaba la esclavitud como parte natural de la economía griega afirmando que “los poetas tienen razón cuando dicen que los griegos tienen derecho a esclavizar a los bárbaros”. Esa misma lógica —la del fuerte sobre el débil, la del supuesto superior sobre el inferior— reaparece hoy, despojada de cualquier barniz civilizatorio.
La diferencia es que, desde la segunda mitad del siglo XX, el mundo decidió jurídicamente que ese tipo de razonamientos eran inaceptables. Desconocer la soberanía de un pueblo sobre sus recursos naturales no es una opinión política: es una negación del orden internacional construido tras dos guerras mundiales.





