Aunque extrañaba a Jonfry, mi perro pug diminuto, poco a poco me fui desapegando de él. Sólo hace unos meses, mi hija Marcela lo sacó de su casa a escondidas de la madrastra y lo pude ver y abrazar. Estaba muy gordo y, al cargarlo y colocármelo sobre el hombro como le hacía años atrás, volvió a aullar y chillar como cuando joven y, desde luego, me reconoció, aunque se esté quedando ciego. Fue como una despedida, pues sé que en cualquier momento puede morir.
Hará unos tres años, cuando yo todavía vivía con Rosario, decidimos comprar una perra, también bulldog, pero esta vez sí pude comprar una francesa, que es un poco más grande que el Jonfry. Era café oscura, nerviosa y muy activa; le pusimos de nombre Alepha, haciéndole homenaje al cuento célebre de Jorge Luis Borges, “El Aleph”. La perra creció al mismo tiempo que una gata de las normales, llamada Ziska, como el nombre de una las de las personajes de un cuento mío.
La gente no podía creer que pudieran convivir un perro y un gato y ellos lo demostraron, pero no tanto. En medida de que fue creciendo, “La Alepha” no sólo aprendió movimientos y costumbres de gato, sino que territorialmente se fue apoderando del departamento, a tal grado que llegó a anular a la Ziska, lo cual me daba mucha lástima.
Por otro lado, “La Alepha” era muy inteligente y sociable; cuando nos sentábamos a la mesa a cenar, ella ocupaba una silla y se comportaba todo el tiempo como uno más de los comensales. Aunque la manija de la puerta le quedaba demasiado alta, era capaz en un salto gatuno de abrirla. Cuando llegaba una visita, le hacía monerías, jugaba con ella sin agredirla hasta que se ganaba la simpatía del visitante. No faltaba que a la hora de la comida, además de agarrar su sitio en una silla, se me acercara, posara sus patas delanteras en mi muslo y dibujara una sonrisa humana, lo cual quería decir que le diera algo de mi plato.
Rosario se la llevaba, casi del diario, a su oficina, pues ahí había un jardín interior donde la perra podía jugar y correr. Era una oficina que tenía una empresa en la parte delantera y otra en la parte de atrás donde trabajaba Rosario; era tradicional que ambas oficinas tuvieran diferencias y contrariedades por diversas causas. Sin embargo, cuando llegó “La Alepha”, que le daba lo mismo una empresa que la otra, la perra logró la reconciliación entre ambas partes y lo tanto le daban comida en una que en otra oficina. Es decir, que también era una perra política.
De esta suerte, “La Alepha” era querida por todos, excepto por la mamá de Rosario, quien vivía en el departamento de enfrente y que le inquietaba una perra tan nerviosa.
Un día, como siempre, Rosario salió hacia su oficina acompañada de la perra y por ahí de mediodía me llama por teléfono a mi oficina y me comenta que “La Alepha” acababa de morir atropellada. Yo no entendía, pues la perra tenía su correa y todos sabíamos que no podía salir a la calle, pues no sabía andar en la calle.
Rosario me comentó que estaban sacando la camioneta del estacionamiento de la oficina y que no se dieron cuenta (más bien ella no se dio cuenta) de que la perra andaba suelta; cuando Rosario la llamó para ponerle la correa, “La Alepha” corrió hacia la avenida Miramontes y ahí la aplastó un carro. Se suponía que la llevaríamos a incinerar, pero Rosario aceptó por teléfono que su hermano se la llevara, lo cual me disgustó mucho por Rosario y porque no pude verla por última vez. No sé si el hermano la incineró o la fue a tirar al basurero como cualquier tacho de basura casera. A no dudar, la responsabilidad de la muerte de esa perra recayó en Rosario. Pero, los de la otra oficina le regalaron una bulldog francesa, la Mila. Es lerda, café muy clara y más grande que la otra.




