El inicio de ésta historia se presenta más o menos así:
Si algún país extranjero funcionó como preceptor para el bisoño Mazatlán de los finales del siglo XVIII, principios del XIX, este fue sin duda el alemán. Las evidencias de su influencia y enseñanza saltan, hasta la fecha, a la vista. El kiosco de la Plazuela República, el Paseo Claussen, el orfanatorio, la cancha Germán Evers, la Glorieta Germania, la cerveza Pacífico y el gusto por su música de instrumentos de viento y tambora, que los autóctonos transformaron con una creatividad que hasta los propios alemanes envidian a la fecha. No me cabe duda que si los alemanes hubieran traído tres guitarras y una batería, seguro los Beatles hubieran nacido aquí. Mínimo los Rolling Stones.
No sé si alguien tenga a la mano la relación de dioses que se confabularon para hacer embonar a estas razas de temperamentos tan dispares, como lo ejemplifica a la perfección Juan Villoro en este fragmento de su ensayo "Iguanas y Dinosaurios", de su libro Efectos Personales, curiosamente ganador del Premio Mazatlán de Literatura:
Puesto que yo representaba la otredad, nada podía beneficiarme tanto como las rarezas. Mientras más picaran nuestros chiles, mejor sonarían mis informes. Los maestros gozaban con las truculencias de su país de adopción. Su demanda de exotismo me hizo describir una patria exagerada, donde mis primos desayunaban tequila con pólvora, mis tías se encajaban espinas de agave para castigar sus malos pensamientos y sangraban por la casa, como si posaran para Frida Kahlo, mi abuelo era fusilado en la revolución y por todo legado dejaba el ojo de vidrio con el que yo jugaba a las canicas.
Sin embargo, es indiscutible que si no se hubiera dado esa mágica empatía entre dos idiosincrasias diametralmente opuestas, el perfil de nuestra ciudad sería otro y brindar en la Glorieta Germania, con una Pacífico por el sol que se despide en un horizonte, veteado de estruendoso colorido, sería tan solo una imposibilidad. El Paseo Clausen ni existiría, seguiría entero el Cerro de la Nevería y quizá no hubiera salido a flote la Cueva del Diablo. Aparte de todo lo demás.
Pero el Paseo y la Glorieta ahí están, las legaron los alemanes, el sol sigue despidiéndose con la misma algarabía de siempre y la cerveza Pacífico se mantiene dispuesta a ser alzada para un brindis, como aquél que en la lejana tarde de 14 de marzo de 1900 realizaron Jorge Claussen, Herman Evers Emilio Philippi, César Boelken y Jacobo Shuehle, encerrados en una pequeña oficina de dos metros por tres, con sus paredes sin enjarrar, por las premuras de abrir esa empresa en la que habían arriesgado una fortuna de trescientos mil pesos. Estaban por llegar los invitados, varios de Culiacán, entre ellos el Gobernador Cañedo, muchos entrañables amigos del Presidente Don Porfirio Díaz Mori, que andaba en su quinta reelección.
Los imaginamos con los nervios de punta, la atención a los detalles finales, un ejército de mazatlecos adivinándoles el pensamiento para que todo salga germánicamente bien. No era para menos, inauguraban una aventura trascendental, vestidos en trajes de lino blanco, con los bigotes recortados y convencidos de que esos barriles que donaban para rociar el banquete serían suficientes.
Listos para la ocasión, levantaron sus vasos, copeteados de espuma, y los chocaron deseándose suerte. Claussen, Philippi, Boelken, Evers y Shuehle bebieron sus cervezas, se pasaron el dorso de la mano por la boca, atenuando la humedad de sus bigotes, sonrieron y, después de acomodarse el nudo de sus corbatas, los dos últimos salieron a ofrecer atención a los invitados, que empezaban a llegar. A una señal de ellos, la Banda del 17° Batallón empezó a tocar. La fiesta estaba lista, los invitados habían sido puntuales. La gente se arremolinaba en un espacioso terreno situado en el costado oriente de la imponente fábrica. Evers y Shuehle se desvivían por atenderlos. Muchos, por falta de invitación, no lograrían entrar, sin embargo ellos también tendrían atenciones. La consigna era que nadie, adentro o afuera, quedara descontento. Era el debut en sociedad de la cerveza Pacífico y, por tanto, cerveza para todos, la casa invita, faltaba más.
Si alguien les hubiera dicho a esos empeñosos teutones que habían cruzado el mar buscando en Mazatlán la tierra prometida que su bebida se convertiría con el paso de los años en un elemento de identidad de la cultura porteña, como la tambora, los venados, el faro, los Monos Bichis, El Sinaloense, de Severiano Briseño, El Corrido de Mazatlán, de José Alfredo, los cuadros, borrachos de nostalgia, de Antonio López Sáenz, no lo hubieran creído, pinches alemanes sin visión. Tampoco hubieran dado crédito a la posibilidad de que su producto compitiera con las cervezas de su tierra natal. Y qué decir de su influencia en el desarrollo del carnaval, de las crudas, del deporte, del turismo, de la cultura, de la ciudad. Ellos, con todo y lo visionarios que eran, no pensaban en una centenaria trascendencia, lo que les interesaba era ofrecer una cerveza amarilla clara, alegre y fresca, como ese mazatleco mar de Gilberto Owen.
Las crónicas de la época nos refieren una gran expectativa. Y cómo no si los mazatlecos ya habían tenido las experiencias de las cervezas de Jacobo Lang y de Díaz de León, que no habían podido abatir la importación vía marítima, principalmente desde San Francisco, de cargamentos de Häckenbräu y Löwenbräu, ni erradicar del paladar de la población el gusto por el pulque, el mezcal, las bebidas fuertes, productos que se hacían con gran calidad en la región y que desaparecieron por cuestiones (en serio) políticas. También mencionan con detalle el decorado del sitio, en el que destacan varios bloques de hielo (salidos de las entrañas de la recién inaugurada fábrica) con el centro lleno de rosas, y añaden un comentario premonitorio: la sabrosa bebida, que será en lo futuro la favorita de Mazatlán.
Y se quedaron cortos, porque hoy en día la cerveza Pacífico es motivo, en buena parte del mundo, de un brindis que inició una tarde del sábado 14 de marzo de 1900. Un brindis perpetuo.
El brindis del preceptor.
Por todo esto, quienes sacamos con cariño una morena recostada en una hielera, con su cobija de hielo frapé, le quitamos el sombrero y nos pegamos apasionadamente a su boca, estamos ejerciendo nuestro derecho a soñar que Mazatlán fue concebida en Alemania para venirse hasta acá a jugar a las canicas con el ojo de vidrio del abuelo fusilado.




