Antes de que hubiera palabra y diálogo, la forma de expresión del mundo era el silencio. Previo a que apareciera el autonombrado hombre, las cosas (animales, ríos, montes, flores, noche, lluvia) expresaban su ser en silencio; digamos que el gruñido del leopardo, el golpeteo del aguacero, el roce del río con sus orillas, el silbido de los árboles con la rozadura del viento, o la explosión de un volcán, no eran palabras sino ruidos, siendo el ruido mismo cosa que había que nombrar, explicar. Ojo: no he dicho “objeto”.
Otra manera antigua de llamar al mundo (que incluía cielo y tierra), era comarca, vocablo que devino en región y luego pasó a ser un arcaísmo que se conserva en los cuentos populares (los Grimm, Chaucer, etcétera). A la comarca pertenecían las cosas del mundo y su manera de relación tenía dos movimientos: la comarca yendo de manera permanente hacia las cosas y las cosas hacia la comarca. Tal doble movimiento implicaba una doble pertenencia: las cosas pertenecían a la comarca y la comarca a las Cosas. En este ir yendo dual e ir perteneciendo dual ninguna de ambas partes llegaba a “trascenderse”, como la ciencia y la técnica “trascienden” a su “objeto”. Aunque hablemos de un pasado remotísimo, la cuestión no ha variado hoy, a pesar de que el vocablo comarca ya no se use.
Si por un instante nos detenemos a pensar en aquel antediluviano silencio, compuesto de múltiples silencios, y cerramos los ojos casi podríamos escucharlo. Si en este detenimiento oscuro hiciéramos presente aquel inmemorial acontecimiento de la doble pertenencia y del doble movimiento de comarca y osas los miraríamos. Sólo escuchar el silencio y ver el mundo sin hombres. Faltaría la palabra, el habla, el diálogo.
Era el instante previo a la aparición del autonombrado hombre. ¿Qué motivos habría para su aparición en la trama espacial que escuchamos y vimos en la mente? Si las cosas eran en silencio, no podían nombrarse unas a otras, ni el tigre a la amapola, ni la amapola al viento. Sin tomar su parecer ni acordar jurídicamente el acto, la comarca y sus múltiples relaciones otorgaron a una cosa, hoy llamada especie, la palabra, para nombrar las cosas. Esa especie fue el autodenominado hombre u homo sapiens. La posibilidad de nombrar le fue otorgada; no la eligió él. Digamos que fue un acuerdo de hecho, fáctico, entre las cosas, la comarca y esa especie, el autodesiganado ser humano. Y entonces se pudo escuchar el silencio, los silencios, y luego decir: amapola, río, leopardo, monte, lluvia, fuego, dios. Y no surgió para nombrar una sola vez; también para guardar memoria de lo nombrado, para testimoniarlo y hacerlo historia. Primero en la horizontalidad terrestre y luego en la verticalidad metafísica, para ser palabra en diálogo y, con ello, gestar una cultura aquí y otra allá, en distintos momentos de la comarca o mundo.
La doble pertenencia no se perdió porque una de las partes de la comarca pudiera nombrar las cosas y ser palabra en diálogo (con los Dioses y luego con un solo Dios en la línea Occidental). El autonombrado homo sapiens siguió perteneciendo a la comarca como ella a él, y siguió yendo a ella como ella a él. Por lo tanto, este mamífero debió haber seguido utilizando de la comarca lo necesario para su función fundamental y la comarca seguirle ofreciendo lo que este mamífero “sapiente” necesitara. Sin embargo, para llegar a escuchar, ver, nombrar y comprender (en el sentido de abrazar) este acontecimiento asombroso, el más importante desde que el hombre fue hombre, la memoria debía crecer, afinarse y reflexionar (filosofar, ir de unas formas de la meta-física a otras) hasta dar con el sentido fundamental de la palabra, el papel del autodenominado hombre en la comarca. Ese camino sería una vuelta que implicaría muchos siglos, vuelta en la que el hombre se perdería, se equivocaría y olvidaría lo que, cuando todo era silencio, le fue otorgado de manera fáctica, de hecho.




