El individuo es un ser interiorizado. Su memoria actual, la milenaria y la genética son un abismo de su interiorización. Otro, el más hondo y hermético, lo conforman el sistema de olvidos y el inconsciente, heredados. El primer abismo puede pasar a la claridad por medio de la rememoración, incluso del recuerdo sensorial; el segundo se mantiene en la oscuridad y sus manifestaciones son enmascaradas: símbolos, sueños, imágenes poéticas. Los olvidos lo son de sus lenguas primigenias y de las culturas que se extinguieron, o de las que dejaron vestigios apenas inteligibles. El inconsciente es el que manda las contraseñales, es el megasistema opaco, activo día y noche; el de las señales ciegas que la persona no distingue. La comunicación dentro de este universo interiorizado, puede gestar estancias demasiado perturbadoras para sólo un individuo.
De pronto, en la oscuridad más íntima, surge un miedo abstracto, sin asideros razonables. Un miedo hacia un algo, una entidad también abstracta. Casi miedo al miedo, círculo vicioso. Este miedo del individuo no puede más que vivirlo él; los otros, distantes de la sensación, no pueden darle demasiado auxilio. Encontrarse atrapado por el miedo al temor del miedo sucede en soledad. Por desgracia, la persona solitaria no logra dialogar consigo misma, ni ensimismarse. Está colocada en un nivel en el que no ve nada en sí misma. Ahí, el consuelo del otro no puede ser utilizado, porque ni ésta ni aquél saben a qué, o a quién, va dirigido el estímulo.
En este borde del miedo indefinible, el individuo cae en angustia y pesadumbre a un tiempo. La interiorización se va haciendo más profunda. Se trata de una especie de depresión infestada del virus de angustia y ansiedad. Arriba de la congoja está el miedo y por debajo la posibilidad del terror. Debido a ello, el individuo se abandona en una abstracción más oscura. En sus momentos de mayor lucidez, su visión del mundo mantiene las variables de sus abismos.
Muchos hombres no han podido evitar desbarrancarse dentro de sí mismos. Que sea un acontecimiento interiorizado no lo hace menos severo que un desbarrancamiento desde la cima de la montaña. Hay quienes miran ya desde la fosa o el ahogo del estanque. Esta oscuridad es terrestre y acuática. Vivos sin vida es lo que terminan siendo, desmoronados en la congoja. Algunos cargan la oscuridad por mucho tiempo, otros renuncian y se suicidan y unos pocos logran sacudírsela durante una súbita ebriedad de entendimiento.
Es así como a otro los alcanza un silencio desgarrador. No agradecen por su grande y afectuosa desconfianza. La mayor parte de sus hechos son indecibles y, casi siempre se cumplieron en un ámbito donde el miedo y la acción oscura se depuran.
Esa voz, que descentra, no puede formularse ni responderse una pregunta. En el fondo, tal vez se supone un complot en el entorno del Sapiens inquisidor y la voz le imposibilita ver que es desmedida hasta la pregunta misma. No le es posible que mire hacia fuera. No puede escarbar en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. La tirana voz forma el ideario cultural del poder y éste a aquélla. Es lamentable sinceramente: desde esta combinación, en la que no se puede nunca vencer la tentación del autoritarismo y el juego palaciego. Si quizá ese Sapiens olvidado un poco en la oscuridad del tiempo hubiera visto hacia fuera, habría escuchado tal vez otras palabras.




