La tristeza puede venir de un trozo de canción que escuchamos al descuido, o de un plática que se da a nuestro alrededor y que algunas palabras, al hacer conexión, tocaron algo en nuestro interior, o de un sueño que uno no recuerda, o de un frasquito sin importancia que se nos rompió. De pronto se instala en el pecho y de ahí se va diseminando hacia el cuerpo y, de pronto, ya estamos tristes. De seguro estos sucesos tan cotidianos hicieron contacto con un asunto insondable que estaba guardado en lo más hondo de nuestro corazón.
No digo corazón por apoyarme en una frase hecha, sino porque para la medicina china, a diferencia de la concepción de Occidente, la tristeza se aloja en el corazón; los occidentales solemos colocar ahí el amor. Pero si no mal recordamos, cuando un suceso severo nos acontece, uno usa la expresión “Me duele el corazón” y es verdad, porque allí está la tristeza y desde ahí se irriga a nuestro ser.
La tristeza entonces empieza a poseernos y comenzamos a ver las cosas como a través de una invisible pantalla en la que nada modifica ese sentimiento que, con el paso de las horas, se va profundizando. Podemos escuchar “las tostadas estaban buenas”, “me gustó la película francesa”, “qué bien te quedan estos zapatos”, pero pareciera que la gente de nuestro entorno no hubiera dicho nada, sino al contrario: son señales que agudizan la tristeza, pues representan signos de vitalidad, de la cual estamos distanciados en esos momentos. Es más, al ver la vida tan vital, en lugar de acercarnos al optimismo, nos puede hundir más y llevarnos incluso a la melancolía.
Pero el problema es que uno no se puede explicar esa tristeza que de súbito se apoderó de nosotros. Uno piensa, busca explicaciones, repasa su infancia, momentos desagradables, nuestros muertos, pero no encontramos nada. Sólo es la tristeza pura, una tristeza expansiva, que se profundiza con el paso de los minutos, tremenda. Es como un secreto doloroso que me hace languidecer, diría Baudelaire.
Se siente, como lo expresó Musset, que estoy triste como al día siguiente de la fiesta, o cuando los invitados terminan de irse. Y esa es parte del sentimiento de tristeza, como si la fiesta se hubiera ido con los demás y nos hubiera abandonado. La tristeza sale del corazón y avanza por venas y arterias, invadiendo hasta al más delgado venita; está en los pies, las piernas, en el vientre, sobre todo en el pecho, en los hombros, en los brazos y no dan ganas siquiera de mover los brazos ni las manos. Puede uno estar en la oficina, entre la familia, con la pareja, con amigos, y uno intenta disimular ese secreto doloroso que desea resquebrajarnos el tórax. Estamos enfermos.
Los sentimientos son contradictorios porque uno desea quedarse inmóvil, recostado, mirando hacia ningún sitio, o quiere salir a caminar y que el pensamiento y la languidez se vayan aligerando. Si se queda uno quieto, encerrado en el mutismo, la tristeza se desparrama e invade las cosas; no puede uno ver un sofá y darnos cuenta de que su tela, sus brazos, su respaldo, ya están contaminados por la congoja; no quiere uno verse al espejo porque se resiste a mirar ese rostro desconsolado. Si sale a caminar, los edificios, las casas y los árboles, se convierten en un confirmación de ese sentimiento de quebranto que va acompañando a nuestros zapatos, como si fuéramos dejando una ligera huella de amargura, incluso como si no camináramos, sino que fuéramos levitando. Sí, el pensamiento puede volar, por ejemplo hacia el océano, pero serán aguas melancólicas cuyas olas llegan a la playa como un lamento que se reitera a cada momento. Se puede recordar cuando uno jugaba de niño, pero la escena se convierte en un momento de nostalgia irreversible y la tristeza sigue sumergiéndonos.
Llega la noche, la desolación, uno quisiera dormir, pero la sensación de desamparo impide el sueño; se revuelve entre las sábanas y las cobijas, las almohadas estorban. Va subiendo una emoción triste por la garganta y entonces es momento de llorar, llorar con todas las fuerzas y el cuerpo entero y pensar, como Martí, “Oigo en todas partes sollozos. Porque estoy lleno de ellos”. Llorar con la espalda y llorar con la memoria y sólo llorar con ese corazón oriental que difunde la tristeza por todo el alma. Se escurre desde cada rincón del cuerpo, se forma un charco, sube la marea.




