Jorge Javier Romero Vadillo

Amparo: la reforma que sella el final del Estado limitado

"El discurso oficial insiste en que el amparo ha servido a intereses privados o ha sido usado para frenar proyectos del Gobierno. Pero si el instrumento se ha desvirtuado, no ha sido por su diseño, sino por las omisiones del propio sistema judicial".

Jorge Javier Romero Vadillo

25/09/2025 - 12:01 am

La reforma a la Ley de Amparo propuesta por Claudia busca desmantelar la única herramienta jurídica que durante siglo y medio limitó la arbitrariedad del poder.
"El discurso oficial insiste en que el amparo ha servido a intereses privados o ha sido usado para frenar proyectos del Gobierno. Pero si el instrumento se ha desvirtuado, no ha sido por su diseño, sino por las omisiones del propio sistema judicial". Foto: Adolfo Vladimir, Cuartoscuro

La reforma a la Ley de Amparo propuesta por el Gobierno de Claudia Sheinbaum busca desmantelar la única herramienta jurídica que durante siglo y medio limitó —aunque de forma imperfecta— la arbitrariedad del poder en México, hasta la ahora cancelada Reforma Judicial de 1995. Es un golpe directo al principio de legalidad y a la posibilidad de que un ciudadano se defienda, desde el derecho, frente a leyes o actos del Estado que violen sus derechos. La iniciativa vacía el juicio de amparo de contenido institucional.

Desde su origen, en 1847 –como parte del acta de reformas a la Constitución de 1824– el amparo fue concebido como un límite jurídico al poder, diseñado para colocar al Estado dentro del marco de la legalidad. Su eficacia ha sido intermitente, su acceso desigual, su alcance históricamente limitado. A pesar de todo, ha sido el único recurso disponible para frenar actos legislativos o administrativos contrarios a los derechos individuales.

El sistema nació restringido: durante más de 160 años, los efectos de sus sentencias sólo beneficiaban al quejoso. En 2011, con la reforma constitucional que introdujo la declaratoria general de inconstitucionalidad, se permitió —aunque de forma acotada— que una sentencia pudiera invalidar una norma para todos. El Estado, por primera vez, admitía que una Ley incompatible con los derechos debía dejar de surtir efectos más allá del caso individual.

La iniciativa del Ejecutivo deshace ese principio. Impide que las suspensiones otorgadas en juicios de amparo contra normas generales beneficien a alguien más que al promovente. Con eso, una Ley ya declarada inconstitucional puede seguir aplicándose de forma normal. No importa que otros ciudadanos enfrenten el mismo agravio ni que existan sentencias similares. La carga de defensa se individualiza, se aísla y se encarece. El Estado vuelve a colocarse por encima de sus propias contradicciones.

A este mecanismo regresivo se suman otros que profundizan el vaciamiento. Se refuerzan los criterios de procedencia, obligando a probar una afectación jurídica específica y diferenciada. Se bloquea el uso de la suspensión en casos fiscales que ya fueron impugnados. Se libera de responsabilidad a las autoridades que incumplan sentencias si alegan imposibilidad material o jurídica. Y se traslada la carga económica al ciudadano, que debe garantizar el pago de impuestos o deudas si quiere suspender su ejecución.

Cada una de estas medidas limita el alcance del juicio de amparo. En conjunto, lo reconfiguran como una vía residual, dependiente de condiciones cada vez más cerradas. Lo que antes era una herramienta de defensa, ahora se convierte en una pista de obstáculos legales diseñada para desalentar cualquier oposición.

El discurso oficial insiste en que el amparo ha servido a intereses privados o ha sido usado para frenar proyectos del Gobierno. Pero si el instrumento se ha desvirtuado, no ha sido por su diseño, sino por las omisiones del propio sistema judicial. Los abusos existen porque el Estado los permitió. El problema no está en el derecho a la defensa, sino en su aplicación desigual. En lugar de corregir los excesos, la reforma borra el instrumento.

Todo esto ocurre con la Reforma Judicial ya ejecutada, con un Congreso alineado y con una Suprema Corte integrada por mayoría electa bajo las nuevas reglas, incluida la manipulación clientelista del voto para crear un cuerpo unánimemente oficialista. El momento elegido no es casual. La reforma al juicio de amparo aparece justo cuando los controles institucionales se han debilitado al máximo. Ya no se trata de reformas aisladas, sino de una arquitectura deliberada. El poder se blinda desde dentro.

Durante más de un siglo, el juicio de amparo fue el único recurso que obligaba al Estado a escuchar. Aún en sus versiones más débiles, representaba un espacio legal donde el ciudadano podía resistir. La mera existencia del amparo incomoda al poder porque implica que ninguna decisión está exenta de revisión. No impide gobernar, pero obliga a justificar el ejercicio de autoridad. Eso es lo que se quiere desmontar.

Ni siquiera en los años más cerrados del presidencialismo autoritario se presentó una iniciativa que despojara al amparo de su función como control del poder. Fue contenido, sí. Fue manipulado. Pero nunca declarado inútil. La diferencia ahora es que esa inutilidad ya no es un efecto colateral: es el objetivo.

La regresión es institucional, pero también social. El juicio de amparo nunca ha sido plenamente igualitario. Históricamente, ha estado al alcance de quienes cuentan con recursos económicos, representación legal y conocimiento del sistema. El acceso a la justicia en México ha sido estructuralmente desigual, y el amparo no ha escapado a esa lógica. Esa es una deuda pendiente del Estado: garantizar que cualquier persona, sin importar su situación económica o social, pueda defenderse frente al poder. La reforma no sólo omite ese problema: lo consolida.

En lugar de ampliar los márgenes de acceso y eficacia, se vacía de contenido incluso para quienes sí pueden litigar. La nueva arquitectura niega la posibilidad de obtener una suspensión con efectos más allá del promovente, impide frenar actos reclamados mientras se resuelve el fondo y excluye a terceros en la misma situación, aunque la inconstitucionalidad sea evidente. Se pasa del principio pro persona al principio pro Estado, una aberración jurídica que coloca la estabilidad normativa por encima de los derechos fundamentales.

Litigar deja de ser una vía para frenar abusos y se convierte en una carrera de desgaste con un resultado predeterminado: aun si se gana, los efectos no trascienden. Los que antes estaban excluidos seguirán siéndolo. Los que aún podían defenderse, quedarán atrapados en un procedimiento neutralizado. El ciudadano queda aislado frente al aparato legal del Estado. El derecho deja de ser garantía y se transforma en blindaje para el poder.

Y el impacto no es teórico. El amparo ha sido útil para impedir detenciones arbitrarias, para evitar desalojos ilegales, para exigir medicamentos, para frenar abusos ambientales, para obligar al Estado a buscar desaparecidos, para acabar con la prohibición de la mariguana. Ha sido el recurso que ha permitido abrir grietas en la indiferencia o en la represión. La reforma se propone cerrar esas grietas.

Ya no se pretende regular el uso del amparo, sino inutilizarlo como vía de defensa. Se estrecha su campo de acción, se condiciona su acceso, se debilita su efecto. Al eliminar la posibilidad de que una sentencia beneficie a otros en la misma situación, se refuerza la atomización del derecho. Y con ella, la impunidad normativa.

Esta iniciativa forma parte de un proyecto más amplio: la demolición del orden constitucional democrático para construir otro autoritario. No es una corrección institucional ni una reorganización técnica. Es una pieza más en la cancelación sistemática de los contrapesos, de los derechos exigibles y de la legalidad como límite. Una ruptura con toda la tradición liberal. Es una expresión descarnada del talante del nuevo régimen.

Jorge Javier Romero Vadillo

Jorge Javier Romero Vadillo

Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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