Existe un elemento muy importante para la convivencia y para la seguridad de nuestra propia vida que quizá no le damos la importancia suficiente: me refiero al sentido común. Sé que se ha dicho, incluso con sorna, que es el menos común de los sentidos; pero hoy quisiera revisar esta afirmación y pensar, en la medida de mis posibilidades, su importancia y los peligros que involucra.
El sentido común es lo que permite que todos los que estamos ahora sigamos aquí con vida. No hablo de la calidad ni a la comodidad de nuestras vidas, sino del mero hecho de seguir aquí. A todos nos antecede una infancia de la que bien o mal logramos salir. Me refiero a esa etapa en la que, para sobrevivir, dependimos de aquellos que estuvieron a nuestro lado: si no nos hubieran alimentado (insisto: bien o mal) y atendido en cientos de aspectos, como salud, educación, cuidados mínimos… no habríamos llegado a este momento. Algo fue necesario que hicieran bien quienes nos acompañaron y algo también hizo bien el Estado para provocar un entorno en el que pudimos desarrollarnos, pues no todo fue suerte, estoy seguro.
Y ahora ocurre lo mismo: el mundo funciona relativamente bien o, por lo menos, una mayoría de las personas funcionan de acuerdo con el sentido común, aunque algunos, obviamente, intenten minarlo: si pensamos en la actividad más común y corriente, podremos darnos cuenta de la cantidad de sentido común que existe: ir al supermercado, por ejemplo: las verduras están acomodadas con un orden, no están mezcladas con los paquetes de carne, ni con las latas de conservas, ni todo está aventado sin ton ni son, y sazonado con detergentes… los artículos están colocados en un orden que hace posible, cuando nos familiarizamos, ir directamente a los pasillos para encontrar lo que buscamos. El sentido común fue lo que hizo que alguien colocara cada cosa en su lugar. Y otro tanto ocurre si vamos al cine: la película que elegimos está en la sala indicada y entramos y ocupamos nuestro asiento y alguien, por sentido común: se atiene al horario, apaga las luces y proyecta la película. Si no hubiera sentido común no podríamos ni siquiera ir al baño, pues hay un orden dictado por este sentido que nos indica que uno primero se baja los pantalones y luego se sienta en la taza.
El sentido común es lo que hace que nuestro mundo tenga lógica, y si entendemos esta lógica entonces también nosotros tenemos sentido común. Esto por supuesto no garantiza que alguien se pase un alto, o que se meta en sentido contrario, ni que tome una escopeta y se ponga a disparar a la gente; pero, como la inmensa mayoría no lo hace, el sentido común está más presente de lo que suele creerse: el mundo funciona gracias a él.
Este sentido común, que se manifiesta como reglas, no es sin embargo eterno: no fue siempre así ni lo seguirá siendo indefinidamente: las prácticas y las costumbres cambian; lo que ahora nos parece obvio no siempre lo fue. El ejemplo más sencillo es el lavado de manos: hoy nos parece un hábito correcto e indispensable en los cirujanos. En el siglo XIX, la higiene no formaba parte del sentido común y es muy conocido el caso del Hospital General de Viena, donde quienes atendían a las parturientas venían de haber estado haciendo autopsias y, sin lavarse las manos, atendían a las mujeres haciendo que murieran de fiebre puerperal. ¿Cómo suponer que existían unos microbios si no podían distinguirse a simple vista? Recordemos que entonces no existían los microscopios. Al primero que propuso lavarse las manos, un médico húngaro de apellido Semmelweis, lo ridiculizaron y, obviamente, lo tildaron de loco.
Este ejemplo —pero hay infinidad— muestra el peligro que entraña el sentido común: un peligro que se muestra como hostil resistencia al cambio. Hoy, la música de "La Bella Durmiente" de Chaikovski, es unánimemente admirada y disfrutada; pero cuando se estrenó, a finales del siglo XIX, fue acogida con una indiferencia que rayaba en el rechazo. Cada cambio se enfrenta al sentido común de su época y no siempre consigue salir adelante. Conocemos el repudio franco que padeció Gauguin, y hoy sus pinturas son invaluables; y lo mismo le pasó al Greco. En todos los campos, el sentido común, lo que se tiene por correcto, es el enemigo de la novedad. Así, mientras más novedosa resulte una propuesta, mientras más contravenga lo habitual, mayor es la saña con la que se busca impedir su acceso al mundo
Tenemos entonces una paradoja con el sentido común: por un lado, es el orden que permite la existencia y, por el otro, es el principal obstáculo para la llegada de la novedad, para que la historicidad que nos constituye pueda desplegarse.
Nada es más contrario al sentido común que la locura y, por ello, los grandes innovadores han sido en su momento tachados de locos: en el arte y en la ciencia, que es de donde surgen las más potentes novedades que revolucionan la historia y la destraban, es producto de locos que luego terminan considerándose genios, cuando no terminan en el manicomio, claro. El arte, por definición, es creación y lo nuevo espanta. La ciencia acostumbra ir en contra del sentido común, es inherentemente contraintuitiva y, aunque en la actualidad ya no se encuentre con la hoguera, se tropieza con otros obstáculos que igualmente queman: la falta de subsidios, la prohibición para incursionar en ciertos temas, así como la sempiterna burla, hoy disfrazada de indiferencia.
Si el sentido común es un orden indispensable para vivir y la locura es la fuente del cambio histórico, entonces la historia humana es una danza dialéctica entre bomberos e incendiarios.
X @oscardelaborbol





