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Susan Crowley

01/07/2023 - 12:04 am

Entre Nefertiti y el Penacho de Moctezuma

Ir a un museo es hacer consciencia de la desigualdad con la que ha operado Occidente justificando ser el portador de la cultura a los bárbaros.

En foros internacionales, dentro y fuera de los circuitos culturales, incluso en las conversaciones de sobremesa es recurrente el debate sobre la pertinencia de los museos. Nadie puede poner en duda el valor de estos tresorums que han guardado celosamente los vestigios de las grandes culturas. Instituciones como el Británico de Londres donde se conservan y exhiben los famosos frisos del Partenón de Atenas, el Nuevo Museo Nacional de Berlín con el increíble busto de Nefertiti o, menos visitado pero museo seminal de Viena, el Etnológico que dentro de su colección presume el penacho de Moctezuma.

En cada uno de esos espacios, bastiones del pasado artístico e histórico, se registran a diario miles de entradas. Turistas ávidos de conocer las culturas originarias a través de los objetos que las representan; horas en filas interminables y un ingreso económico considerable. En las salas destinadas a conservar los tesoros el público se multiplica; aunque, hay que decirlo, no tantas en la sala con el penacho. Las selfies subidas a redes sociales promueven el turismo. La adquisición de souvenirs representa una ganancia muchas veces mayor que la de las entradas. Las curadurías anuncian nuevos temas tomando las mismas piezas y recolocándolas para crear variadas narrativas.

Una y otra vez los visitantes acuden y observan maravillados. Nunca dejará de sorprender la belleza atemporal, el ojo de un artista logra el retrato vivo de otros tiempos, los invoca y nos permite actualizarlos. El poder del arte es comunicar aquellas cosas que los seres humanos no somos capaces de ver y entender de nuestra contemporaneidad. El artista es un vocero de los tiempos que, generalmente, es escuchado pasados los tiempos. La historia oficial se construye con datos “duros” inexorablemente cuestionados. Las cosas ocurren, pasan, un buen artista se responsabiliza y sabe contar más allá de los prejuicios y de la censura de su época. Su presencia, ya sea en colecciones privadas o en los museos, anónimo o dejando su impronta, lo hacen autor de los verdaderos cambios de la historia. Con su obra el artista nutre una visión que antepone lo verdadero a lo “real”. Su labor es develar esa otra realidad oculta en lo inmediato. Una de las razones para que existan los museos. No obstante, habría que reconocer que, en su mayoría, son el testimonio de la rapiña, el saqueo y la expoliación. Dan cuenta de la injusta y humillante colonización de la que fueron víctimas muchas personas a las que se obligó a vivir en condiciones injustas y a las que se robó sus bienes y, lo más grave, se vejó su cosmogonía y rasgos de identidad cultural fundamentales.

Ir a un museo es hacer consciencia de la desigualdad con la que ha operado Occidente justificando ser el portador de la cultura a los bárbaros. Si esos tesoros se hubieran quedado en sus naciones de origen, tal vez ya no existirían, argumentan. Los cambios políticos y religiosos, las guerras intestinas, las crisis económicas son una buena razón para pensar que todo el legado de estas culturas está mejor fuera que expuesto a la destrucción por la que han pasado esas sociedades. Occidente “salvaguarda” un legado que nos pertenece a todos, es nuestro derecho. En este sentido, viva Occidente. Lo que se evade en esta discusión, es que la crisis de estas naciones también es responsabilidad de Occidente.

Los países fueron saqueados, convertidos en colonias explotadas y expoliadas hasta dejarlas en una pobreza de la que difícilmente se recuperarán. Occidente dominó en el pasado y hoy sigue marcando las reglas económicas de estas naciones; ahora con tratados comerciales planteados a conveniencia. La mayoría de los países en conflicto, nacieron de la crisis y de la barbarie cometida por los imperios. La rapiña fue aceptada como algo natural y lógico, propio de un conquistador. Hoy se considera casi un acto de orgullo proteger la riqueza que robaron y que desde su percepción pusieron a resguardo de las garras destructoras de sus conquistados.

Las cosas han cambiado en los últimos años. La exigencia de enfrentar los desastres perpetrados ha dotado de voz a los no occidentales. El discurso de consciencia por fin está siendo escuchado. Es tiempo de las minorías, que son las mayorías. Hoy que se demanda la disculpa y reparación del daño causado, también se reflexiona sobre la pertinencia de seguir conservando los tesoros o devolverlos. La discusión casi siempre está perdida; las respuestas fáciles y cínicas de los eruditos del tema coloca en desventaja al otrora conquistado. Mientras que la mayoría de los directores de museos, críticos e historiadores defienden la necesidad de respetar la historia y no alterarla, hay otra voz, la que defiende el respeto y la dignidad de los objetos. Lo que para un museo es una joya que genera entradas, en su origen fue un símbolo.

Los objetos que llenan las vitrinas tienen un valor no solo económico, aunque este crece con el tiempo. Un ejemplo, el penacho de Moctezuma está valuado en 50 millones de dólares, mientras que el busto de Nefertiti hace ya unos años alcanzaba un valor estimado por una compañía de seguros de 390 millones de dólares. No hablemos del valor de los frisos, metopas y frontón del Partenón. Pero su verdadero valor es de carácter simbólico y no puede tasarse en ninguna moneda. Entrañan algo que no se puede comprar. La razón por la que fueron creados es su verdadero sentido. Objetos cargados de emociones, pulsiones, sentimientos que pertenecen a su cultura fueron desterrados y condenados a exhibirse fuera del contexto que les dio sentido.

Un objeto artístico es la esencia de una visión integral de la vida y el mundo. Los objetos poseen la inmanencia de un tiempo distinto al que se mide. Son presencia pura, carga de años en los que van expandiendo su poder. En estos objetos el tiempo no pasa, se concentra; no avejentan, se consolidan convirtiéndose en cultura viva. Si bien la riqueza se percibe en lo material, su verdadera valía está en lo que no se ve, pero los constituye y hace símbolos. Para las culturas ancestrales los objetos eran lo mismo que las ideas y la religión. Un pensamiento encarnado. La fe puesta en la materia, palabras que dichas una detrás de otra, cohesionaban a una comunidad. El poder de un objeto lo hacía receptáculo de los miedos, incertidumbres, sueños, esperanzas de hombres y mujeres.

Su extracción, traslado y el haber sido colocados en un espacio ajeno a su razón de ser los ha condenado. Quienes protestan en contra de su permanencia en esos museos deben ser escuchados. No demandan solo la belleza aparente y el valor económico. Los objetos son vidas, personas, testimonios de pueblos que sufrieron delante de los conquistadores.

Nefertiti para un egipcio no es simplemente una representación de la belleza, es aquella mujer/deidad a la que acudía el pueblo, que la adoraba por ser un símbolo, icono que reunía cualidades no solo en su apariencia, era un objeto cargado de fuerza y poder al que muchos confiaron su vida. Los frisos del Partenón, hoy de Elgin, pertenecen a una cultura en la que dioses y hombres convivían; aquella en la que era posible concebir la fuerza de lo sagrado impregnando la filosofía, la ciencia, incluso la guerra. Entre sus exquisitas plumas de quetzal, el penacho de Moctezuma ha tejido su propia leyenda. El enorme acervo de nuestro pasado secuestrado está simbolizado en él. Significa nuestro patrimonio absoluto que ha sido víctima de la conquista, del tráfico rapaz y del comercio clandestino. No acaba de explicarse su llegada a Viena e incluso se discute su autenticidad. Han sido muchos los infructuosos intentos para que el quetzalapanecáyotl, en náhuatl, sea devuelto.

Hace poco Beatriz Gutiérrez Müller, en calidad de representante de nuestro gobierno, solicitó su devolución al primer ministro de Austria. Una vez más recibió un no rotundo. Entre 2011 y 2020 el museo, específicamente la sala donde se encuentra fue visitada por más de 45 mil personas. Tal vez nunca veamos ese maravilloso tocado de plumas y oro en nuestro país, igual que un buen número de piezas prehispánicas y códices. Sin embargo, seguir exigiendo su devolución es importante. El penacho de Moctezuma es la representación de un gesto cuya intención es avivar el debate sobre la expoliación y el abuso que vivimos como naciones quienes alguna vez fuimos colonias y la disculpa que merecemos. Y ciertamente algo más que la devolución que acaban de hacer los austriacos del yugo del juego de pelota. Los museos son el reflejo de las deudas del pasado. Una historia que dañó profundamente y cuya reparación es necesaria.

@Suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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