Author image

Benito Taibo

20/09/2015 - 12:00 am

Ser ciudad

Treinta años. Se dice fácil. Y sin embargo los recuerdos y las imágenes se me agolpan en un torbellino incontenible dentro de la cabeza, y desfilan  sin ton ni son frente a mis ojos cerrados. Como si fuera ayer, como si acabara de suceder, como si fuera en este instante. Primero fue un estruendo de […]

La autoridad, la única autoridad eran esos muchachos que habían tomado el destino de la ciudad en sus manos, ante la ausencia total de gobierno. Foto: Cuartoscuro
La autoridad, la única autoridad eran esos muchachos que habían tomado el destino de la ciudad en sus manos, ante la ausencia total de gobierno. Foto: Cuartoscuro

Treinta años.

Se dice fácil. Y sin embargo los recuerdos y las imágenes se me agolpan en un torbellino incontenible dentro de la cabeza, y desfilan  sin ton ni son frente a mis ojos cerrados. Como si fuera ayer, como si acabara de suceder, como si fuera en este instante.

Primero fue un estruendo de hojas pisoteadas, un rumor sordo y penetrante, luego sacudidas, largas, sin pausa, de arriba abajo y después hacia los lados. Un temblor. Más que un temblor. Un terremoto. El más fuerte que yo hubiera sentido en mis 25 años de vivir en la ciudad de México.

Libros por el suelo, lámparas rotas. Se fue inmediatamente la luz. Nos vestimos rápidamente y salimos a la calle. Polvo que cubría por todas partes el aire.

Y un silencio aterrador. Ni pájaros, ni perros, ni autos, ni gritos.

La perplejidad se había apoderado de golpe de todos los habitantes del Distrito Federal. Luego comenzaron a oírse sirenas, lamentos, sollozos apagados, una solitaria y lejana alarma del coche azul  que había quedado debajo de una inmensa jacaranda que salió de cuajo de la banqueta.

Una radio de pilas. Nos tocábamos unos a otros para asegurarnos que estábamos de una pieza.

Una hora después supimos que el terremoto había sido de por lo menos 7,9 grados. Que la ciudad estaba destruida.

Llegué en una bicicleta prestada hasta las oficinas de la Secretaría de Comercio, donde trabajaba en su departamento editorial, sobre Avenida Cuauhtémoc. El camino fue un viaje al infierno.  Decenas de edificios y casas derrengadas sobre el asfalto, caídas como caen los castillos de naipes, el polvo cubriéndolo todo como un manto, fuegos aislados, un olor penetrante a gas en el aire. Hombres y mujeres semidesnudos saliendo de entre los escombros, como fantasmas, cubiertos de yeso y cemento y cal.

Me detuve a ayudar tres o cuatro veces, a quien pude, como pude.

Tarde dos horas y media en llegar desde la colonia Roma Sur, donde vivía.

Mi oficina no existía.

Los siete pisos estaban, uno sobre otro, apilados como discos. Había muchos compañeros de intendencia que entraban a trabajas a las seis de la mañana. Allí quedaron para siempre.

Intenté entrar y un policía bancario me lo impidió.  -¡Es muy peligroso!- Dijo.  La estructura del edificio seguía moviéndose, humeando, acomodándose sobre la tierra. El suelo era un mar de vidrios rotos.

Volví a casa caminando. La bicicleta se quedó allí,  junto a un poste.

La puerta de mi casa| estaba abierta. Mi madre cocinaba en grandes peroles.

-Es como la guerra.- Dijo, sin parar de mover con una cuchara la sopa que comenzaba a hervir.

A punto de la parálisis, de que el miedo, la zozobra, la desesperanza me derrumbara a mí también sobre el suelo, decidimos salir a la calle a ayudar en lo que se pudiera.

Y así, llegamos Carlos mi hermano, Pacho Paredes, Mauro López, Carlos y Juan Contreras,  otros muchos, hasta el hospital de los ferrocarrileros que estaba a un costado del parque de Sullivan. Una vieja y enorme estructura aparentemente vacía.

Que contenía un tesoro.

El 16 de septiembre de 1985, tres días antes de la jornada que hoy cuento,  los militares y marinos que habían participado en el desfile militar, usaron el lugar como base, dejando grandes cocinas industriales completas, catres de campaña, esperando que la intendencia los recogiera en camiones unos días después. No había nadie. No sé ni siquiera como llegamos.

Y nos adueñamos del lugar.

Y se hicieron allí, entre decenas de voluntarios, miles de comidas calientes y frías durante varios días. Para sobrevivientes, para rescatistas, bomberos, médicos y enfermeras, topos, para quienes en la calle estaban jugándose la vida por otros; desconocidos, que se volvieron uno solo, enorme.

La autoridad, la única autoridad eran esos muchachos que habían tomado el destino de la ciudad en sus manos, ante la ausencia total de gobierno.

Y puedo decir, que a pesar de la fatalidad, fueron días también luminosos, donde pude ver lo mejor del espíritu humano, la crema y nata de mi ciudad. Y puedo decir orgulloso que me codeé durante esos días con héroes de verdad, de carne y hueso.

Nos desalojaron del edificio unos días después. Judiciales a punta de pistola. Nos tenían miedo.

Habíamos despertado con las sacudidas del terremoto y no pensábamos dormir nunca jamás.

En la gran cocina donde hicimos lo que pudimos gracias a la solidaridad del pueblo de México, había pintado sobre la pared, con spray negro, una frase que desde entonces me acompaña, que vela mis sueños, que me devuelve la fuerza; “Aquí, lo único que tembló fue la tierra”.

Han pasado treinta años.

Ese 19 de septiembre de 1985 es una cicatriz que mostramos los que aquí vivimos, sin pudor.

El día que nos hicimos ciudadanos, nos hicimos ciudad.

El  recordatorio de nuestra fragilidad y también de nuestra fuerza.

Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video