Las vueltas que da la vida

22/12/2013 - 12:00 am

Por primera vez comienzo la redacción de un texto gastronómico contemplando la posibilidad de que sea, en efecto, el mejor publicado sobre su materia, cuando menos en el país. No que me considere yo particularmente experto en el tema –soy, si acaso, un tragón con buena redacción y facilidad para el chiste fácil– ni que confié particularmente en las capacidades de mi prosa pero lo cierto es que, en materia de crítica culinaria en nuestro tiempo y lugar, el panorama parecería dividirse entre Alonso Ruvalcaba y todos los demás. Escenario en que todos los demás –lamento la posibilidad de cometer una injusticia… pero lo dudo seriamente– entregan textos concebidos no en sous vide sino al vapor, redolentes de jerga mercadológica, ayunos de conocimiento de ingredientes y proceso y carentes de contexto histórico y cultural. Y en el que Ruvalcaba –que también es poeta y guionista y editor y crítico de cine, y muy solvente en todas esas capacidades– suele publicar textos eruditos, inteligentes, enterados y bien investigados –en los libros como en el campo, es decir en el paladar y en la panza– que transmutan las experiencias en ideas y cuentan una historia. He aquí, sin embargo –las vueltas que da la vida– que Alonso no podría con la conciencia limpia escribir un texto sobre el restaurante del que a punto estoy de ocuparme –al menos no sin faltar a su ética profesional– por una razón sencillísima al tiempo que sorprendente: es suyo.

Casi seguro estoy de que fue Orson Welles –no tengo la cita a la mano– quien sentenciara que los críticos son paralíticos que pretenden enseñar a caminar. Si non è vero è ben trovato. Y es que, aun si no suscribiría el epigrama a pie juntillas –todo campo de la creación humana necesita de lectores profesionales, cuya opinión enterada funcione como criba, contextualice los productos culturales y oriente al gran público–, también es verdad que nada sustituye la práctica en el conocimiento de una materia: quien se haya enfrentado al reto de escribir una novela, de dirigir una película, de crear una pieza de arte, de proyectar un edificio, de escribir una canción, por fuerza podrá ser mejor juez de los aciertos y los errores de la novela, la película, la pieza de arte, el edificio, la canción de otro. Y lo mismo vale para los restaurantes.

Ruvalcaba lleva ya una buena década dedicado a escribir no sobre restaurantes en particular –aunque lo ha hecho mucho– sino sobre comida en general en diversas publicaciones, además de haber publicado en 2008 Ciudad de restaurantes (Grijalbo), acaso la única nómina confiable de buenos sitios para comer en el Distrito Federal. Este año, sin embargo, decidió comprender la que ha sido una de sus materias –y la que mayor prestigio público le ha granjeado– desde dentro: se asoció con tres empresarios –Andrea Tejeda, Breno Madero y Juan José Sáez– y puso, bajo el nombre de Bretón, su restaurante en el número 33 de la calle de Zamora en la colonia Condesa.

LOGO-BRETON
www.bretonrosticeros.com/

¿Mi veredicto? No sólo no es un paralítico el señor Ruvalcaba: se perfila como corredor de larga distancia.

 

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Bretón es una rosticería, noción más o menos ajena por estos pagos. Cierto, pocos son quienes no conservan una cierta nostalgia de los domingos de pollo rostizado de la infancia. Pero también es verdad que somos muchos quienes hemos abjurado ya en la vida adulta de la costumbre de llevar de cuando en cuando a casa un ave partida, con sus papas de bolsa, sus tortillas calientes, su aguacate y su pápalo quelite para hacer tacos dominicales en famille y disfrutarlos en la mesa de la cocina. Es mi caso. Niño, peregriné muchas veces con mi abuela y mis padres a Chicken Pollo a fin de llevar a casa justo tales alimentos, amén de unas salchichas coctel corrientísimas pero cuyo sabor se veía transformado por el hecho de haberse dorado en la grasa que soltaban esos pollos que daban vueltas y revueltas tras el mostrador, y que movían indefectiblemente a recordar aquel chiste sobre el pollito que decía aguardar a que su madre bajara de la rueda de la fortuna, gracejo cruel cuya invocación se imponía sin embargo a la vista del rótulo del local, adornado con un pollo caricaturizado, vestido con mandil, tocado con gorro de cocinero y provisto de cubiertos que empuñaba con los alones. Lo cierto, sin embargo, es que de los deliciosos pollos de aquel local no queda sino el recuerdo, y que hace un buen tiempo que tal manjar popular y populachero no parece asequible más que en rosticerías de cadena, lastradas por una materia prima insípida y a menudo reseca y por una preparación que parecería haber olvidado que un pollo rostizado debería ser dorado por fuera y jugoso por dentro.

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La rosticería como establecimiento más o menos puesto, en cambio –provisto incluso de mesas y meseros– es cosa habitual en Europa, particularmente en Francia, España y Alemania. Recuerdo haber caminado por el centro de Munich apenas unos meses antes de la inauguración de Bretón y haberme sentido poderosamente tentado por las aves áureas que ostentaba un aparador, por el aroma casi acaramelado que despedían, por los rostros de satisfacción que alcancé a ver ante las mesas; debía, sin embargo, apresurarme a recoger el equipaje en el hotel para lanzarme a la Banhof a tomar un tren nocturno por lo que hube de privarme de la satisfacción de ese deseo. Sirvió, sin embargo, la experiencia para tener fresca la memoria del punto de partida que tienen Ruvalcaba y los otros socios de Bretón –así como su chef rosticero, Pablo López Terrazas–, en qué tradición pretenden inscribirse.

Bretón es una rôtisserie como tantas en que cenara informalmente en episodios franceses de mi juventud. Es decir un establecimiento provisto de un rosticero donde se ensartan no sólo pollos sino también otras carnes, que aquí no faltan: el menú de Bretón contempla también pescado, pierna de guajolote –que puede comerse sola, acompañada de su jugo y de un puré de lentejas al curry, o en una torta con camembert y puré de frutas también rostizadas que mi mujer ha calificado como la mejor que ha comido en su vida, juicio en el cual coincido sin ambages– y, la pièce de résistance, una porchetta –ese preparado de cerdo deshuesado y especiado típico del centro de Italia– perfumada y satinada, servida con su jugo y un montoncito de arúgula fragante y crujiente, perfecta. Ésta, sin embargo, es sólo la base de la carta de un lugar que se pretende no sólo rosticería sino restaurante y que se empeña en ello en varias formas. De entrada, el pollo puede ser sencillo –con mantequilla y hierbas– o venir aliñado con un adobo de chiles secos osadamente perfumado con canela y vainilla, o incluso con un preparado caribeño consistente en pimienta gorda, limón, semilla de cilantro, clavo, canela, comino, chile habanero –conspicuo pero no apabullante– y azúcar. Su verdadera inventiva, sin embargo, queda de manifiesto en la intención, así verbalizada por el propio Ruvalcaba, de rostizar todo lo rostizable. La calabaza para una sopa especiada con queso de cabra. La pera para el postre –con helado de cardamomo– y las mermeladas para acompañar los quesos de Atlixco. Y, en el momento más brillante de la carta, el pavo, el pollo y el puerco para servirlos en una ramen en la que puede (y debe) pedirse que flote un huevo duro orgánico, como también orgánicas son las carnes que le dan consistencia y sabor, lo que las sitúa a una distancia irremontable de esos pollos jipatos y correosos de las rosticerías de cadena. Súmenese algunos caprichos acompañantes muy atinados –un tempura de huauzontle ingeniosamente sincrético, unos mejillones al lemon grass francamente vivificantes, un guacamole al limón, unos frijoles perfumados con especias orientales– y el resultado será un experiencia nulamente pretenciosa pero notablemente compleja y original y, sobre todo, altamente satisfactoria.

 

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Alonso-Ruvalcaba

Me enteré de la intención de Alonso Ruvalcaba de poner en práctica sus conocimientos sobre comida algunos meses antes de que Bretón fuera una realidad. “Estoy haciendo una travesura”, me dijo: “un changarrín de pollos rostizados, nada complicado, nomás para divertirme”.

Bretón no es eso y no lo ha sido desde su primera semana, cuando lo conocí. Es un restaurante en toda forma y aventuro que siempre fue concebido como tal. Pero comprendo el discurso de su fundador: si algo debe saber un crítico, es el riesgo enorme que entraña la generación de excesivas expectativas.

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