
De los mismos que hace unos días produjeron a coro la idea de que la autonomía era un fetiche, esta semana se presentó, de nuevo de consuno, la apología de la centralización, otro episodio de una transformación que suena demasiado a remake, a refrito rancio de las peores tradiciones de la política mexicana.
Otra vez la voz cantante la llevó el joven ideólogo del nuevo credo. Carlos Pérez Ricart se ha graduado, con honores, como portavoz de la restauración ilustrada. Ya no se molesta en disimular. Se nos presenta como el intérprete sobrio y razonable de una evidencia mística: el poder ha vuelto al centro, y eso —dice, con mirada grave y ademanes de equilibrista profesional— es necesario. No deseable, no óptimo, no inevitable: necesario. Así, sin inmutarse, nos vende como reconstrucción lo que es simple regresión; como sofisticación lo que es pura obediencia. Le llama "placa tectónica", para darle empaque geológico, a lo que en realidad es un vendaval de caprichos concentrado en una sola heredera iluminada.
En su evangelio, nostálgico de los tecnócratas positivistas del porfirato –los denostados “científicos”–, centralizar es gobernar y mandar es, por fin, ejercer la razón. La dispersión —que en su versión caricaturesca incluye desde el federalismo hasta el pluralismo— no era pluralismo, sino anarquía; no era competencia, sino caos. Frente a ese retrato del pasado, cualquier restauración vertical se vuelve sensata. Sheinbaum, claro, redime al obradorismo. Y la concentración del poder es modernidad funcional, no reconcentración del poder a la manera priista. Lo que antes era regresión autoritaria, hoy es lucidez de Estado. Pérez Ricart, en versión posdoctoral, nos repite el mantra del siglo XIX: hace falta mano firme, con bata blanca y mirada progresista. Pareciera que el fantasma de don Lucas Alamán lo iluminó en una noche de insomnio de preposadas.
Lucas Alamán ya había recorrido ese camino con siglo y medio de anticipación. El federalismo, escribió con su habitual mezcla de lucidez y desprecio, era “uno de los inventos más hermosos de la política moderna”, aunque profundamente exótico para México, casi una pieza de museo constitucional importada sin manual de uso. La frase condensaba su visión del país: un territorio disperso, sin cohesión social ni burocracia capaz, donde la descentralización no producía libertades, sino cacicazgos, y donde la pluralidad no organizaba el poder, sino que lo descomponía. El federalismo fascinaba a las élites ilustradas por su elegancia teórica, pero a los ojos de Alamán funcionaba como un artefacto ornamental que institucionalizaba la fragmentación y debilitaba al Estado. La tentación centralizadora que hoy se presenta como novedad pragmática tiene ahí su linaje intelectual: la convicción de que México requiere tutela, dirección vertical y un centro fuerte que piense por los demás. Pérez Ricart no inventa nada. Actualiza, con léxico académico y metáforas geológicas, una vieja desconfianza hacia la pluralidad, esa que confunde diversidad con desorden y autoridad con razón histórica.
Es cierto que el federalismo mexicano fue desde el arranque una solución hecha a retazos, entre la necesidad local y el deslumbramiento ideológico. Surgió de una mezcla incómoda: el prestigio de los modelos ilustrados, que fascinaban en las logias masónicas de la época, y la necesidad urgente de acomodar a los caudillos con territorio y tropas. En ese revoltijo, Servando Teresa de Mier —devoto federalista y exiliado reincidente— impulsó con entusiasmo una copia libre de la Constitución estadounidense, sin importar que el terreno mexicano se pareciera poco al de Filadelfia. No era sólo admiración: era conveniencia. El diseño federal funcionaba como blindaje para quienes querían gobernar sus parcelas sin interferencias del centro.
La Constitución de 1824 consagró ese arreglo precario. En lugar de construir ciudadanía, conectó gobiernos estatales soberanos a un centro débil, sin recursos ni fuerza para coordinar. A cada estado se le reconocía el derecho a tener su propio ejército, como si no hubiera suficientes banderas en las guerras recientes. El Congreso federal —amplio, vociferante y sin capacidad ejecutiva— era más asamblea parroquial que institución de Estado. El equilibrio entre regiones fuertes y federación débil no fue error de diseño, sino su propósito central. Como lo ha mostrado la historiografía reciente, el federalismo fue menos una copia fallida que una traducción interesada: acomodaba un país fragmentado por la guerra, el patrimonialismo y la descomposición virreinal. Más que modelo político, funcionó como manual de supervivencia para una elite armada, desconfiada y sin proyecto común. Así comenzó nuestra gran tradición de instituciones elegantes al servicio de intereses mezquinos.
Los fallos del federalismo han sido el comodín histórico de la autocracia mexicana. Desde el siglo XIX, la dispersión del poder ha servido como coartada perfecta para justificar su recentralización patriarcal. Alamán no se andaba con rodeos: propuso la dictadura de Santa Anna como antídoto a la anarquía localista y, más aún, como etapa de transición hacia la monarquía que él consideraba necesaria para ordenar el caos criollo. En el otro extremo ideológico, los liberales, tan federalistas en el discurso opositor, no tardaron en volverse centralistas una vez en el poder. Juárez consolidó la Presidencia fuerte, pero fue Porfirio Díaz quien perfeccionó el modelo de dominación vertical, rodeado —como ahora— de intelectuales obsecuentes que justificaban la concentración del poder como única vía para civilizar la república.
La constante histórica resulta deprimente: cada vez que el federalismo tropieza, emerge un coro de voceros que clama por el regreso del padre autoritario. Hoy, los nuevos ideólogos del régimen desempolvan ese libreto con retórica transformadora. Con tono grave, repiten que el país exige un Estado fuerte —entiéndase: un Presidente absoluto— porque el pluralismo produce caos, el disenso es improductivo y el pacto democrático, una pérdida de tiempo.
Pareciera que los memes —en sentido darwiniano, no digital— que circulan en la cultura política mexicana son refractarios a la dispersión del poder, a la deliberación, a la alternancia. México, según esta visión, sólo es gobernable desde el vértice, con una autoridad incuestionable que ilumine con su sola presencia los caminos del progreso.
Lo único que queda claro es que estos jóvenes turiferarios del régimen no son demócratas: como don Lucas, creen en el poder patriarcal. El resto son retruécanos para justificar la nueva autocracia.





