En las ciudades es donde principalmente se ha perdido el uso de los rituales. Tal vez durante los años sesenta y setenta se empezó a gestar su disolución, cuando se supuso que la familia estaba por disolverse. Sin embargo, ha persistido y, al contrario, se ha ido reafirmando, pero fuera ya de los rituales. En la actualidad, los más jóvenes suelen tener relaciones sexuales sin pasar por el rito de una declaración amorosa donde se establezca el noviazgo; simplemente se van a la cama y así van de hotel en hotel, lo cual, por otra parte, ha reproducido el VIH casi como una peste, más varios herpes.
Es cierto que, desde cierto punto de vista, la fiesta de 15 años para las muchachas, que representaba su presentación ante la sociedad, a veces resulta(aba) un tanto cursi, pero en el fondo le otorgaban a la joven un sitio social y era su forma de abandonar la infancia y la adolescencia, haciendo un duelo por tales pérdidas. Hoy, las chicas prefieren que los padres les financien un viaje y reniegan de la fiesta donde los chambelanes la acompañarían para bailar el vals entre humo de hielo seco.
En algunas partes del mundo, como en comunidades africanas, se han preservado los rituales. Los jóvenes deben pasar por varias pruebas, a veces severas, para ganarse un sitio dentro de la tribu. Requieren hacer un recuento de la historia de su pueblo desde que se formó el cosmos, cómo aparecieron los primeros hombres de su comunidad, luego sus líderes, hasta llegar el momento en el que está hablando en torno al fuego, las danzas y los cantos. Este joven, que ha vencido las pruebas, sabe que él es el futuro de su tribu. Esto le otorga al joven no sólo un lugar entre su gente, sino también una ubicación en la galaxia y el mundo. Los judíos y los musulmanes han mantenido toda una serie de rituales desde el nacimiento hasta la vejez, pasando por el tipo de vestimenta que deben usar. Estos ritos, que son ancestrales, es lo que ha permitido la unión judía y la musulmana en cualquier parte del mundo. Bueno y la guerra despiadada de los primeros sobre los segundos.
La pérdida del ritual en las ciudades de México ha generado una descomposición del individuo y, sobre todo, del sentido de pertenencia a una comunidad, lo cual ha llevado a una especie de superindividualismo (ego de cantoya) y a una especie de descomposición social. Esta falta de ritos hace muy permeable al citadino; es fácil presa de diversas influencias culturales extranjeras, en principio la estadounidense. Pero quizá lo más grave es que su falta de ubicación en una cosmogonía y en un núcleo social provoque que el joven pierda el sentimiento de pertenencia y de visión a futuro. Quizás estos vacíos sean la causa de muchos de los suicidios que se han dado en las últimas dos décadas. Van cayendo en la no sapiencia.
No estoy pretendiendo la preservación de un nacionalismo de pacotilla, sino la recuperación del sistema de rituales de principios del siglo XX; si esto fuera así, el joven saldría al mundo y hacia otras culturas con una fuerza especial, de mexicanidad, y sus contactos externos fortalecerían su ser individual. ¿Por qué no hacer un santuario con la Coatlicue o con Tláloc?, que ya los mandaron a la rueca de la prehistoria.
En el campo mexicano, en especial en sus comunidades indígenas, la persistencia en los rituales es lo que ha permitido la unidad de estos pequeños grupos. En una ocasión, por 1994, en una estancia que hice en una comunidad chiapaneca, le pregunté a uno de los dirigentes indígenas que por qué no sembraban un área más grande del monte; de ese modo tendrían un excedente productivo para el intercambio. El hombre me contestó que el monte le pertenecía a la comunidad jurídicamente, pero en rigor el dueño era el Señor del Monte, al cual le habían tenido que pedir permiso, a través de un ritual, para tomar parte de la falda del monte para sembrar sorgo, pero que si tomaban más terreno, el Señor del Monte se podrían encolerizar con ellos. Igual está el Señor del Río, el de la Laguna, etc. Esta actitud preserva ecológicamente el terreno de la comunidad indígena y refuerza su unidad, otorgándole un sentido de pertenencia. Muchos citadinos vamos a las poblaciones del campo a presenciar sus rituales, pero los vemos ajenos, como turistas alemanes o franceses. La desgracia es que el citadino no tiene nada que ofrecer más allá de su ego superindividualizado.




