Cada época y cada núcleo social tiene sus tabúes y están tan enraizados que la menor discrepancia despierta contra el "hereje" un feroz anatema. Los ejemplos sobran en todos los campos y en todos los tiempos: la condena a la hoguera que sufrió Giordano Bruno, la abjuración a la que fue obligado Galileo, la persecución de que fue víctima el filósofo checo Karel Kosík... y podríamos extender la lista interminablemente: siempre hay algún ismo (cristianismo, marxismo, surrealismo...) que reproduce el esquema general del Mito de la Caverna platónico: alguien intenta ver las cosas de otra manera y termina anatematizado o muerto.
Hoy no es diferente: ciertos discursos son calificados como "políticamente correctos" y, por consiguiente, los contrarios a éstos son condenados, pues discrepan de los valores o dogmas que se tienen por buenos; aunque tendríamos que admitir una diferencia entre nuestros tiempos y otros tiempos, pues hoy coexisten múltiples formas de pensar y eso da la impresión de que vivimos en una época y en una sociedad más abiertas; sin embargo, y para desgracia de todos, esa apertura es solo una fachada, pues lo que realmente coexiste es una enorme diversidad de sectas que internamente se comportan como las antiguas sectas anatematizando a quienes, perteneciendo a ellas, no se ajustan al dogma fundacional. Así, puede haber lacanianos, freudianos, skinnereanos, o derrideanos, onfrayianos, gadamerianos, o muchos partidos políticos o muchas religiones o muchos equipos de fútbol o muchas camisetas; pero ay de aquel que perteneciendo a un grupo ponga en duda los principios en que el grupo se asienta.
Hoy, además de los tabúes de grupúsculo, hay tabúes que trascienden fronteras y hay uno que destaca por encima de todos los demás y que me atrevería a sostener que es casi acogido con unanimidad: la democracia. Pues aunque se escuche por todas partes que la democracia no está bien, que debería mejorarse, hoy la inmensa mayoría la considera la menos imperfecta de las formas de gobierno. Y, por supuesto, también yo lo creo, lo suscribo y la defiendo.
Pero valdría la pena que nos preguntáramos por el fundamente de la democracia: ¿cuál es la idea en la que se asienta? Recordemos otros sistemas: en la aristocracia, por ejemplo, la idea base es que hay unos individuos mejores que otros; en el esclavismo que unos hombres no son propiamente hombres. La idea base de la democracia, en cambio, es que todos somos iguales. ¿Iguales?
Todos sabemos que, salvo en los mundos formales de la geometría y las matemáticas, en el universo real dos naranjas nunca son iguales, no hay dos ojos que sean iguales, ni siquiera los de una misma persona; ni los gemelos monocigótocos son idénticos. El parecido es mucho, pero no hay dos átomos iguales en todo el universo y, sin embargo, el fundamento de la democracia es que somos iguales. ¿Iguales en qué sentido?
Unos son gordos y otros flacos, unos son listos y otros tontos, unos son cultos y otros iletrados... En fin, si cada uno de nosotros es un individuo, un ser único, ¿en qué sentido es que somos iguales? Si respondemos que lo que nos da nuestra igualdad es que todos somos seres humanos, no hacemos sino eludir la respuesta, pues entonces tendríamos que preguntarnos: ¿qué es lo que en común tienen todos los seres humanos?
La pregunta ontológicamente es complejísima, aunque si la aterrizamos relacionándola con la democracia se hace más comestible y podría responderse diciendo: somos iguales porque todos tenemos la capacidad de elegir lo que más nos gusta o lo que creemos que nos conviene, y por eso tenemos el derecho de elegir a nuestros representantes. Así, como cada quien es libre de elegir, es decir, elegir de acuerdo consigo mismo, con sus convicciones o inclinaciones propias, entonces, el voto de cualquier ciudadano es igual al de cualquier otro. (Esta capacidad, que implica un determinado grado de conciencia, es lo que sirve para considerar la edad ciudadana. Hace menos de un siglo las mujeres no tenían el derecho de votar y hace unas pocas décadas era necesario cumplir los 21 años para poder votar).
En las democracias todos somos iguales porque todos los ciudadanos tenemos un determinado grado de conciencia (lo que sea que esto signifique) para poder elegir a nuestros gobernantes.
Si esto es así, me llama enormemente la atención la práctica universal de los políticos: difundir taladrantemente propaganda dirigida no a quienes tienen "un determinado grado de conciencia", sino a quienes parecen no tener ninguno: ¿quiénes son los interlocutores de esa propaganda? Y me llama la atención, porque esta contradicción (partir de que somos iguales y tratarnos como descerebrados) lo primero que muestra es que los políticos democráticos o demócratas o como se les llame son los primeros en no admitir la igualdad que nos funda como democracia. No se puede teóricamente preguntar: ¿de verdad, somos iguales?, porque se atenta contra el tabú, pero, en cambio, sí se puede proceder en la práctica, y con enorme éxito, mostrando que no somos iguales.








