Óscar de la Borbolla

Matar a la muerte

Óscar de la Borbolla

10/08/2015 - 12:00 am

Foto: Tomada de Internet
Foto: Tomada de Internet

Así como en la vida las decisiones de gran calado se toman en la adolescencia o en la juventud, así también en la historia de la humanidad hay definiciones -o más precisamente mitos- que aún hoy nos alcanzan. Una de esas definiciones aparece en el Antiguo Testamento, y más precisamente, en el Génesis. Ahí se encuentran las ideas de un dios creador, de un peculiar papel de la mujer en la figura de Eva, del origen de la conciencia moral como esencia humana y, entre otros muchos asuntos -el que quizá sea el anhelo que ha guiado una buena parte de las grandes actividades humanas-: la idea de inmortalidad. Adan y Eva son expulsados del paraíso no solo por el pecado de haber comido del fruto del árbol del bien y del mal, sino por el temor que expresa el propio Jahvé de que pudieran llegar a comer del otro árbol, el de la Inmortalidad: "y ser como nosotros," (Gen.3.22).

El deseo de inmortalidad es milenario. También en otro antiquísimo texto está presente. Me refiero a La leyenda de Gilgamesh. La historia es archi conocida: Gilgamesh es despiadado y los dioses, a partir de algunas virtudes de los animales quejosos, construyen a Enkidu, un rival capaz de poner freno al sanguinario déspota. Cuando Gilgamesh se entera del plan divino, manda un grupo de prostitutas para debilitar a Enkidu (por esto es que se sabe que la prostitución es el oficio más antiguo de la historia: la historia se remonta a 24 o 25 siglos A.C).

Y cuando por fin los rivales están frente a frente, en vez de pelear como era lo previsto, se enamoran y deciden rebelarse contra los dioses. Matan a uno, pero Enkidú queda herido y muere. Gilgamesh, que tantas veces ha visto la muerte, provocándola, ahora comprende, por la muerte de su par, su propia finitud y sufre durante las dos terceras partes restantes del texto. A partir de algún punto el sufrimiento se transforma en la búsqueda de la yerba de la inmortalidad (dicen que la encontró, pero, que en un descuido, una serpiente la come y por eso las serpientes cambian de piel, renacen como el Ave Fénix).

El anhelo de inmortalidad está también en la alquimia: no otra cosa representa la Piedra Filosofal. Y aunque, como siempre, la concepción es muy compleja, puede resumirse en la creencia de que la Tierra, igual que una madre, gesta a los metales y en su vientre maduran hasta convertirse en oro; de suerte que la plata, metal extraído prematuramente, sería algo así como un sietemesino, mientas que el hierro sería un novísimo embrión. Si el alquimista sometiendo al hierro a altas temperaturas consiguiera que éste se convirtiera en oro, el metal agradecido por haberlo precipitado daría al alquimista los mismos años que el metal se hubiese ahorrado en madurar: beber vino en una copa hecha con oro alquímico daría a su propietario 400 o 500 años más de vida. Ser alquimista no sonaba mal... y estas creencias hicieron que millares de alquimistas se chamuscaran junto a sus hornos de atanor.

El afán de inmortalidad pasa por muchos lados y se ha conseguido en alguna medida: la esperanza de vida (el promedio entre los que se mueren al nacer y los que llegan a viejos) ronda, en nuestros días, los 80 años; antes era de solo 30 y hubo peores épocas. La medicina, la alimentación y otros muchos factores han conseguido si no cancelar la muerte sí apalazarla mucho.

La inmortalidad y la juventud van de la mano, y en el empeño que atraviesa la historia podríamos incluir las cremas, las cirugías plásticas y las liposucciones, pues, a su modo, contribuyen a la ilusión de eternidad. Y eso sin contar con la moda, pues también los pantalones de mezclilla se han convertido en el atuendo que elimina la frontera de las edades.

Ante estas muestras, parece fundado el temor de Yahvé, ya que de no habernos expulsado del paraíso, de seguro que nos habríamos atascado con los frutos del árbol de la inmortalidad.

Pero la historia sigue y, en el capítulo en el que estamos, hay contundentes indicios de que vamos por fin por buen camino. Obviamente estoy pensando en las investigaciones de la genética, en la posibilidad, que no se ve remota, de poder intervenir en las manecillas de nuestro reloj biológica y ensanchar el plazo.

A veces, como ahora, al revisar la historia humana a vuelo de pájaro, me da la impresión de que ha sido y es una sola empresa, y uno y solo uno el afán: librarnos del horror de la muerte y vencerla de algún modo: creyendo en que sobrevivimos en nuestros hijos, creyendo que pasando a la historia, creyendo en alguno de los más allá que, en cualquier metro cuadrado del planeta, se han inventado. Hemos hecho de todo ante la muerte... Iba a decir "hasta engañarnos", pero no, sobre todo, engañarnos.

Twitter @oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla

Óscar de la Borbolla

Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

Lo dice el reportero