La filósofa Hannah Arendt escribió a propósito de los medios masivos de comunicación: “La diferencia entre la mentira tradicional y la moderna a menudo equivale a la diferencia entre esconder y destruir”. Arendt apuntaba al poder destructor sobre los humanos que ya no saben qué es verdad y qué es mentira, y que arruina nuestra facultad de discernir entre el bien y el mal y, por lo tanto, de participar en política. Eso es lo que está en juego en estos momentos.
La única arma que, en este momento tiene lo que queda de la oposición es la mentira. Han invertido millones en generar una falsa percepción desde cuentas en Argentina y España ---digo falsa percepción, porque nadie aquí, en este país, la tiene--- de que México es una narco-dictadura que reprime opositores, que no tiene separación de poderes ---cuando lo que se terminó fue el sabotaje del Poder Judicial---, que no hay medicinas para la salud pública, que vive una situación de violencia que amerita que nos salven los gringos. Las mentiras difundidas con dos mil millones de copias robotizadas han atacado a muchos en lo personal, lo familiar, y en lo profesional, pero eso realmente no importa. Lo relevante es cuando lo hacen contra quien representa al movimiento de la Cuarta Transformación. Es una verdadera invasión digital desde el extranjero, comandada ahora por La Derecha Diario dirigida por un español, Javier Negre, desde Argentina. Esta columna intenta hacer buen uso, no tanto de los consejos que el activista pro-consumidor sevillano, Rubén Sánchez, da en su reciente libro, Bulos. Manual de combate, sino de su ánimo aguerrido. Es pues esta columna, un llamado a tomar las armas de la razón y la verdad contra la violencia y la mentira.
Lo primero es que decir la verdad es una responsabilidad de todos, no sólo de los periodistas con una audiencia considerable sino de todos, hasta de los que reciben los Whatsapps de las tías prianistas. Hay que responder las mentiras. Hay que contestarle a las tías. Es una labor cívica para ir limpiando el debate hacia los argumentos y no hacia las mentiras. Porque hay que repetirlo: uno de los problemas a los que nos hemos enfrentado en años recientes es que gastamos más tiempo en desmontar mentiras que en debatir los temas de la transformación. Es algo que nos ha impuesto la derecha con su dinero en campañas sucias. Ni modo. Así están las cosas por lo pronto. El silencio les sirve a ellos que tratan de abrumarnos con sus bots. Hay que responder porque la mentira no cae por su propio peso sino que, de no responderse, se va solidificando. Tampoco creo en fantasear con un comité de ética que nos diga qué es verdad y qué mentira porque eso, a la larga, acaba encumbrando a un monstruo censor. No. La responsabilidad es de todos, no de un nuevo organismo autónomo o de otro club de sabios. La política es de todos, entre todos sabemos la verdad, y, como tal, hay que defenderla ejerciendo el derecho a la libre expresión. El derecho a la información, el derecho a saber, también pasa por el combate a la desinformación y la falsedad. Pero erigir a un club o un colegio que decida qué es verdad implica sospechar de nuestras facultades colectivas e inhibe el pensamiento crítico que viene de enfrentarnos al engaño. Uno no lo diría, pero los delirios de la ultraderecha animan bastante el recurso de la razón de quienes estamos del lado de la verdad. Si aceptamos que se borren las falsedades, insultos, agresiones, llamados a la violencia y al odio, nos exponemos a un efecto boomerang en el que los medios que las proporcionen se vestirán de cierta credibilidad para ciertos grupos que buscan sentirse realmente informados por lo que censura la tendencia dominante. Así que no, no a la censura. Sí al desmentido racional y democrático.
Lo segundo que es necesario entender es que ninguna mentira se borra por completo en el mundo digital. Quien se diga a sí mismo: “no puede ser mentira algo con lo que estoy de acuerdo”, pues está perdido para el bando de la verdad. Pero hay que intentarlo por bien del espacio de debate público. Cuando alguien miente tiene la intención de hacerlo, es decir, sabe que sus palabras son engaños porque él conoce cuál es la verdad y, aún así, miente para que los demás actúen de cierta manera. En el caso de quien recibe la mentira y le da validez con respecto a su propio sesgo ideológico, sus fobias, y odios, hay una forma de auto-engaño que quiere que la realidad se parezca lo más a lo que él desea. Por ejemplo, cuando dicen que fallan las obras públicas, que la torre del aeropuerto Felipe Ángeles está chueca o que los trenes no llevan carga y, además, se descarrilan. Si lo medios han tomado la mentira como una especie de razón de Estado, es decir, que lo hacen por un bien superior como el regreso del PRIAN al que llaman “democracia”, los que creen en las mentiras tienen otro mecanismo de justificación. Para ellos, el auto-engaño del régimen anterior consistía en jamás ocuparse de temas políticos ---“no dijeron nada en aquella época”, se les reprocha--- y, ahora que reproducen sus mentiras y las opiniones que sustentan, se les dice mentirosos. El esquema del auto-engaño es sutil pues no es error, ni ignorancia, no deriva del razonamiento, sino una creencia. En casos notables por su virulencia hasta podría decirse que ese auto-engaño salva una identidad que, en el viejo régimen, fue complaciente y, en el nuevo, se imagina a sí misma como salvadora de la democracia o de la República. Es mentir para satisfacer un interés propio que es ya una manera de ser, que es una identidad. Por lo tanto, aceptar la mentira es como refrendar el tipo de vida que se supone que los diferencia de los demás, en este caso, los pobres, ignorantes, necesitados, y vulnerables de la tierra. Aceptar la mentira es no ser de esos y estar, de alguna perversa manera, salvado del exterior que amenaza mi interior. Así, los que mienten estaría buscando que los engañados actuaran de cierta forma, como aceptar la violencia en una manifestación frente a Palacio nacional, pero los engañados estarían buscando diferenciarse de los demás, de la mayoría. No tanto actuar sino que los demás no actúen.
Desde que el exgobernador de Tamaulipas, Cabeza de Vaca, fabricó un periódico digital que duró un día sólo para difamar al entonces candidato de Morena y hoy Gobernador, Américo Villarreal, las mentiras cambiaron. Las publicaciones sirven como “fuente” para que se repitan falsedades y engaños, y hasta como “pruebas” en los juzgados. Hay muchos voceros de la derecha que amplifican estos engaños escudados en que no son ellos los que afirman sino unos supuestos documentos, aunque resulten desmentidos, o unas supuestas filtraciones de gente que nunca puede ser nombrada. Son cómplices de la mentira precisamente porque ayudan a difundirla sin haberla validado. Estamos llenos de Azucenas Urestis, De Mauleones, Rivapalacios, Alemanes, y demás difamadores que nunca se hacen cargo de su impostura y, luego, le echan la culpa a La Mañanera de su propio desprestigio. Hay que seguir denunciando las falsedades que dicen y escriben porque, a veces, se usan en juzgados. Ellos no van a cambiar ni sus patrones en los medios porque se benefician en algo de perjudicar a alguien. Como escribe Rubén Sánchez: “Por muy burdo que sea, por muy desmontado que esté, es absolutamente imposible que todas las personas que en su día se lo tragaron acaben recibiendo la información que les aclare que todo era falso. Además, muchas preferirán seguir creyéndose la mentira”. En efecto, la infamia es más duradera que la fama, pero no por ello la resignación es el camino. Sólo hay que pensar que de los que creen en mentiras hay una proporción que podría cambiar si recibe verdades, argumentos sólidos, datos, eventos, cronologías, información validada. Ahora lo que también está sucediendo es que las plataformas digitales invadidas por la mentira política, que son todas, hasta las que tradicionalmente eran de influyentes de moda o deportes, usan los dichos de los medios tradicionales como “fuentes periodísticas”. Aunque citen a Krauze o a Loret de Mola. Les da igual: reciben un beneficio por engañar y hay que desenmascararlo.
Pero los mentirosos tratarán de proyectar esa venta de su expresión diciendo que somos los otros los que incurrimos en ello. Uno de los criterios para mentir es hacerlo contra la reputación de los que apoyamos la transformación de México con el dato del dinero. Aquí cito, de nuevo, a Rubén Sánchez, porque lo que describe se aplica por igual a España y a México. Escribe Sánchez: “Los tipos que fabrican los bulos y sus caminantes blancos (Sánchez usa ese nombre de los zombies de Juego de Tronos) están obsesionados con el dinero que cobramos los que no somos de su cuerda. Según ellos, cuando decides ser de izquierdas firmas un voto de pobreza y pierdes el derecho a ganar un salario justo, a publicar fotos cuando te vas de vacaciones o cuando sales a comer con familia y amigos. Y si hay algo que molesta a esa gente es que nuestro salario pueda proceder de dinero público. Te puedes apellidar Abascal y haberte llevado media vida viviendo de él por hacer quién sabe qué. Pero si eres de izquierdas, son sobornos y tú, eres un vividor”. Así, los falsarios han hecho de sus búsquedas de salarios, contratos, o honorarios un arma porque ellos mismos creen que ser de izquierda es vivir del aire. Y, además creen que hacer periodismo es bajar hojas de Excel. Esto es una nueva falsedad porque ellos que sí venden su libertad de expresión nos acusan de hacer lo mismo basados en lo que cobramos por ejercer nuestra profesión. Los falsarios mueren por demostrar que la izquierda es como los prianistas, es decir, corrupta, vendepatrias, improvisada, pequeña. Es como el subproducto de haberles puesto un espejo en frente para que se vieran en su justa dimensión. Al verse, niegan ser ellos en el espejo, y gritan: “Este no soy yo, este es el reflejo de mi adversario”. Quisieran que mintiéramos igual que ellos para. Así, colaborar a una confusión tan generalizada entre bien y mal que ya la política no fuera practicable.
Los medios, en especial la radio en México han incurrido al menos en tres formas de anti-periodismo. Tomar por buenas aseveraciones que vienen de personas indeterminadas. Las fuentes anónimas tienen su razón de ser en el caso de que existan personas que temen por su trabajo o vida pero que sienten la obligación de denunciar algo que les consta. Es el caso de Edward Snowden cuando reveló el espionaje masivo que hacía la Agencia de Seguridad nacional de Estados Unidos. Pero lo que hacen personajes como Anabel Hernández o Raymundo Rivapalacio es decir que existen esas fuentes y que las protegen cuando en realidad se trata de inventos, por cierto no muy buenos. Y, por cierto, también, cuando Rivapalacio dice que “la verdad ya es irrelevante” lo que está diciendo es que lo único relevante ya es el dinero. Contra eso también estamos los del bando a favor de la verdad: contra la idea de que el periodismo sirva a quien lo mantiene. La segunda forma de anti-periodismo es que difundan desinformación que atenta contra el honor de una persona o institución aludida sin la menor diligencia para advertir que son inventos. Y la tercera es no presentar, al lado de la simple divulgación de estas mentiras algo que pudiera considerarse una forma de validación, de saber que podría tener algún mérito, que fuera probable basado en tales y tales hechos y eventos. Nada. Se escudan en que simplemente le dan voz a alguien que es inexistente, que no es más que la voz de sus propios deseos, que no es más fuente que la que mana de sus carteras.
Tiene razón Hannah Arendt cuando veía una diferencia entre el ocultamiento que hacía la diplomacia o la política por razones de Estado de ciertos temas y hechos y lo que hoy tenemos. Escribe en 1971 en The New Yorker: “La mentira política tradicional, tan saliente en la historia de la diplomacia y de la habilidad política, generalmente se refería a secretos auténticos -datos que nunca se habían hecho públicos- o bien a intenciones que, de todos modos, no poseen el mismo grado de certidumbre que los hechos consumados. [...] Las mentiras políticas modernas tratan eficazmente de cosas que de ningún modo son secretas, sino conocidas prácticamente por todo el mundo. Esto es evidente en el caso de la reescritura de la historia contemporánea a la vista de aquellos que han sido sus testigos, pero es igualmente cierto en la fabricación de imágenes de todo tipo”. Acierta a definir que nos mienten sobre lo que está al alcance de todos, sea la historia o el presente y que, para ello, se utiliza de una forma bastarda a las imágenes. Arendt ya no vio el desastre que es la IA para la política y el periodismo, pero ya sabía qué era la televisión. Las imágenes ya no representan la realidad sino que la reemplazan. Así, las opiniones sustentadas en mentiras confirman que se trata de reemplazar a la realidad con un estado de ánimo y una disposición en contra de la mayoría. Como escribió San Agustín: “Quien se forma una opinión, piensa saber lo que ignora”.





