¿Me dejan contarles una historia? Empieza así: Frente a un grupo de mujeres que tienen entre 23 y 60 años, empiezo a hablar sobre Rosario Castellanos. Es la primera sesión de nuestro club de lectura, les he llevado ejemplares de La rueda del hambriento y otros cuentos, casi flamante publicación de Libros UNAM, y estamos a punto de sumergirnos en el genial cuento “Lección de cocina”. A los pocos minutos una de las más jóvenes interrumpe: “Perdón, ¿usted no dio una conferencia en el CCH Sur hace algunos años?”. “Sí, claro. Varias”, le contesto. “¡Es que yo la escuché ahí!”, agrega con entusiasmo, mientras codea a su compañera como diciendo “¿Ves? Te lo dije”. Le pregunto si estudió en el CCH y me dice que sí y que es, además, egresada de la Facultad de Contaduría y Administración.
Este diálogo no sería especialmente extraño, si no fuera porque tuvo lugar en la cárcel de mujeres de La Habana. Y ella es una de las once mexicanas que están allí internas.
Hace tiempo me contó el Embajador de México en Cuba, Miguel Díaz Reynoso, que parte del trabajo que se hace a través de nuestro Consulado consiste en atender a nuestras y nuestros compatriotas presos en la isla. ¿Hay muchos?, pregunté. “En La Habana son alrededor de 30 hombres y 11 mujeres”. “¿Y si armamos un club de lectura para ellas?”, propuse. Para no hacerles el cuento largo, finalmente después de trámites burocráticos entre un país y otro, y gracias al Cónsul Ignacio Cabrera y a su equipo, fui al “Establecimiento Penitenciario Mujeres de Occidente”.
No es la primera vez que vivo algo así. Me “estrené” en 2016, en la cárcel de Iquique, cuando México fue el país invitado a la Feria del Libro de Santiago, y un avión me llevó al norte de Chile a dar un taller.
Me dijeron “Iquique”, y mi tendencia natural a la memoria y a la melancolía me trasladó a la adolescencia, a los amigos chilenos del exilio y, por supuesto, a Quilapayún y a su Cantata. ¿Cuántas veces habré escuchado la historia de la matanza de obreros en la escuela Santa María?
Señoras y Señores / venimos a contar / aquello que la historia /no quiere recordar. / Pasó en el Norte Grande, / fue Iquique la ciudad. / Mil novecientos siete / marcó fatalidad. / Allí al pampino pobre / mataron por matar.
Así empezaban los versos de Luis Advis, que volvieron a resonar en mi cabeza después de recibir aquella llamada. Más de dos mil trabajadores que habían ido a la huelga reclamando mejores condiciones de trabajo en la época de auge de la industria salitrera, fueron asesinados por las fuerzas armadas del Presidente Pedro Montt. La fecha: 21 de diciembre de 1907. Hoy, que ustedes me leen o me escuchan, se están cumpliendo 118 años. El lugar: la escuela Domingo Santa María del puerto de Iquique. Allí estaba la cárcel a la que me invitaban.
El paisaje me dejó sin aliento: mar azul profundo y montañas absolutamente desérticas que caen a pique sobre el agua –ni una piedra, ni un arbusto, sólo enormes superficies arenosas cuyo dorado-cobrizo va cambiando a lo largo de las horas-. No sé por qué tengo especial amor por el desierto. Ese vacío imponente me estremece.
Pero más me estremecen las historias de la gente, claro. Desde ese momento, Iquique tiene para mí no sólo la resonancia de aquella canción de la adolescencia, sino también los rostros de Verónica, de Rocío, de Matilde, de Solange, de todas las otras chicas del grupo: de la boliviana cincuentona, guapa y “polentuda” que construye su propia genealogía recordando que también su Presidente y Nelson Mandela estuvieron presos, de la preciosa y triste paraguaya, de las dos chicas con sus bebés de los que tendrán que separarse cuando los chiquitos cumplan dos años.
Todas vuelven una y otra vez al dolor por las familias. “Yo quiero que ellos sepan que estoy bien”. “No quiero que mi mamá vuelva a vivir angustiada por mí”. “Extraño a mis hijos”. Bajan la voz. Se quedan pensativas. “A veces perder la memoria ayuda”. Recordar u olvidar aquello que lastima. “Usted tiene que volver acá para tener historias”, me dicen. Y yo quiero escuchar todos sus relatos, conocer todos sus miedos, saber con qué sueñan, qué las angustia. Sigue la conversación, nos reímos, juego con los bebés, se me acercan, nos abrazamos; a mitad de camino entre una charla entre amigas y una clase. Pero yo me despido y salgo de la cárcel. Ellas se quedan. Duele. Cada tanto repetían: “Desde acá no se ve el mar”. Conozco bien la nostalgia de horizonte en la mirada.
Sus palabras se me quedaron tatuadas en el corazón. Ahora llevo tatuada también la visita a “mis chicas de La Habana”. A esa cárcel en mitad del campo, pequeña, pobre, con el mismo dolor, con la misma tristeza en los ojos de todas ellas. Somos el primer consulado que propone una actividad como ésta, me dijo el Cónsul. Con su uniforme azul claro, cada una pudo pensar durante un par de horas no en su propia situación sino en el maravilloso relato de Castellanos. Si no lo han hecho, léanlo, por favor. Hablamos entonces largo y tendido del matrimonio, del papel que la sociedad les asigna a las mujeres, de violencia de género, de cuerpos y sexualidades. Como hace casi diez años en Chile, se repetía la magia: un cuento hacía que olvidaran su encierro, que pudieran verse a sí mismas desde otro lugar, que conversaran y discutieran como en cualquier salón de clase.
“Por favor, regrese”, “¿Cuándo la vemos otra vez?”, me decían, y me llenaron de papelitos con mensajes cariñosos. Yo sé que no es a mí realmente a quien esperan, sino a la libertad que sintieron al sumergirse en las páginas de un libro.
Me despedí, con un abrazo, de cada una de ellas. Con esos abrazos quisiera traerlas conmigo a ver el mar, que tan lejos les queda ahora.





