Pesca de altura

01/12/2013 - 12:00 am

Érase que se era, un hombre muy alto, muy guapo, muy viril, muy famoso, al que le encantaba venir a Mazatlán y salía del Hotel Belmar cuando el gallo cantaba. Era un ser de otro planeta, nada qué ver con los mazatlecos, la mayoría chaparros, con la camiseta arremangada para que la panza reluciente sonriera, sandalias de horcapolla, en calzones y sin estilo. Él no, era la viva representación del buen gusto.

El hombrón saludaba con cariño a medio mundo, que se apostaba desde muy temprano a esperarlo, como si por sí solo fuera un desfile de carnaval. Firmaba autógrafos, repartiendo sonrisas capaces de desplomar a más de alguna o alguno, que al caer, de manera estratégica, le rozaba sus interminables piernas y él, todo candor, seguía su camino hacia la playa de Olas Altas sin pisar encima de los desmayados, atento a los que suspiraban al verlo alejarse con su traje de baño, camisa arremangada a la cintura, y nadar hasta esa lancha donde un pescador lo esperaba para llevarlo a la pesca de picudos. Desde la lancha mandaba besos hasta que el motor lograba poner una distancia en la que nadie viera su apasionado abrazo con el pescador que, además de lo demás, le traía enhielada cerveza Pacífico y ostiones recién buceados para el desayuno, antes de trepar al yate “Wild Goose”, propiedad del cowboy más famoso de Hollywood.

La relación no espantaba, ni sorprendía, a John Wayne, que le daba la mano para que trepara. Tampoco le era desconocida  a Roberto Gorostiza, su anfitrión en el Belmar, ni a Alfredo Patrón, que le conseguía boletos de avión y pasaba sus películas con Doris Day en el cine Ángela Peralta, mucho menos a la tripulación del yate, que sabían todo lo habido y por haber de ese pescador que solícito iba a recoger al Don en su lancha, y lo dejaba en el yate una hora después de lo convenido y aparte subía con él, con trato de personalidad porque les abría ostiones.

Se llamaba Roy Harold Scherer, Jr. y antes de perseguir picudos en el mar mazatleco, había servido al ejército gringo en la Segunda Guerra Mundial. También fue cartero, chofer de camiones hasta que un volado del destino le asignó la difícil responsabilidad de ser “el hombre más guapo del mundo”. Una losa que lo haría casarse de a huevo y por imagen con su secretaria Phillips Gates, en 1955, que descubrió, en menos de dos años, que ese galán prototípico era incapaz de decir “Adiós a las armas”, cuando se enteró que su marido había aceptado el arma de uno de sus compañeros de filmación de la adaptación de la novela de Ernest Hemingway. Se divorciaron.

La escena del yate se ubica a mediados de los sesentas del siglo pasado. Mazatlán tenía un tufillo cosmopolita y el personaje del que hablo, era la representación viva de la perfección masculina. Ser aproximadamente parecido a ese señor, era garantía de tener un séquito de mujeres a nuestros pies y si teníamos una pequeña noción de bailar, acabábamos con el cuadro en cualquier fiesta, por muy pipirisnais que fuera.

 Ni falta hacía ser amigo de John Wayne, que se la pasaba en los cines sacrificando indios a balazos y pescando marlines en Mazatlán, ni de Roberto Gorostiza, en su despacho como administrador del hotel mazatleco más importante de la época, menos de Alfredo Patrón, Gerente de Mexicana, entonces alarmado por la falta de público en su cine Ángela Peralta, que, al no poder más, dejó en el abandono, para luego verlo resurgir con su hijo, Enrique Patrón de Rueda, llevando la batuta en el regreso del ave fénix, durante el Festival Cultural Sinaloa original. Hacía falta enfrentar el mar y sus retos, el pez espada que brincaba con el anzuelo en sus fauces a lo lejos, darle cuerda a ese animal de 300 libras, atraerlo, dejarlo ir, cansarlo hasta tenerlo a la mano, subirlo a la lancha para que diera sus últimos coletazos. Igual el Dorado y la Bonita, que no exigían tanto esfuerzo y servían para deliciosos ceviches.

Al regreso, el yate de Wayne venía cargado. Aparte de su pesca, los tripulantes se habían hecho de dos caguamas, que entonces no estaban en veda. En un lugar estratégico, Roy y su amigo pescador se trepaban en su lancha, daban una vuelta romántica a la bahía, refugiaban sus besos tras las Tres Islas y anclaban en Olas Altas con el tiempo justo para que se dieran un baño en la habitación de Roy y bajaran ambos, uno con su 1:93 de estatura, el pescador con su 1:65, a disfrutar el platillo que John Wayne y su esposa habían pedido preparar a la cocinera del Belmar con los productos de su pesca.

Los tiempos idílicos del amasiato de Mazatlán con Hollywood, cuando venir a nuestra ciudad era el sueño de las clases media – alta norteamericanas, anhelantes de ver a sus súper estrellas en shorts, sandalias, camisas arremangadas a la cintura, cachucha de los Dodgers, conviviendo sin pudor con un pueblo que les ofrecía camarones, guisados de caguama, callos de hacha, ostiones y, si se podía, los amores de su vida. Gringos que venían por el privilegio imitado de treparse en un yate de las flotas deportivas y sacar un marlín con la esperanza de que la cocinera del Belmar se lo preparara al gusto de John Wayne o de su amigo, el tal Roy, el hombre más hombre del mundo, el que provocó que cada hombre que se sintiera guapo se creyera como él, el que se convirtió en el primer famoso invadido por el Sida. El amigo de John Wayne que se hospedaba en el Belmar para encontrarse en la madrugada, en el pasillo con sus famosas poltronas, una infinidad de gente que atendía con una sonrisa ansiosa de ofrecerse al pescador, que lo esperaba a pocos metros, frente a la Bahía de Olas Altas.

Su pescador. El pescador de Rock Hudson.

Y aunque no sé qué tanta parte de las escenas de Hudson y el pescador que me contaron, sean ciertas,  quiero terminar como empecé… murieron  muy felices.

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