El cuento, revista de imaginación

15/12/2013 - 12:00 am

El pintor abstracto sinaloense Roberto Pérez Rubio, mejor –o peor- conocido como El Pito Pérez, tiene un dicho con el que desarma adversarios y le funciona como epílogo de discusiones: “lo que pasa es que ustedes no cogieron de chiquitos”. Como la sentencia lleva una fuerte carga sexual y a nosotros, por idiosincrasia,  nos empalaga eso  -por algo somos los reyes del albur-, todo  mundo se caga de la risa y nadie hace por buscarle una connotación diferente o una marcada influencia del punto de partida del sicoanálisis freudiano: “Infancia es destino”. Se oye más “acá”, pero significa lo mismo, aunque no nos remita, de manera directa a la persecución de vecinitas, hermanitas de amigos, compañeritas  de  escuela, primitas.

Lo anterior viene al caso, porque de morro secundariano, mi madre me imponía disciplinas formativas para enfrentar la vida peores que las que se le ocurrían a Miyagi, para hacer de Daniel Larusso un campeón de karate. Me mandaba a la Mercería Escudero o al Gallito del mercado, a buscar un hilo de un color que nunca había en ninguna de las dos partes, por más que les rogaba para no dar otra vuelta; un número y color de estambre “El Gato” más difícil de conseguir que la última estampa del álbum, o un estilo de  botón que había dejado de producirse desde el famoso baile de la Cenicienta. Hubiera preferido pintar cercas, a formarme con mi uniforme escolar en la cola de las tortillas. Hoy el bullying es condenado por los padres, pero entonces ellos mismos provocaban la carrilla.

Seguro tenía otras tareas para forjar el temple, pero por fortuna la memoria es selectiva. En atención a que si cogí de chiquito, también me mandaba por el “Burda”, a la Librería Carrasco, que estaba en la esquina de 5 de mayo y 21 de marzo. Era de Ana Carrasco, la mamá del Jorge Laris, aunque era más frecuente que me atendiera Elvira, su hermana, que era de pocas pulgas. El “Burda” era la biblia de las costureras, traía la última moda en vestidos y patrones para realizarlos. Ese mandado, que desgraciadamente solo era mensual, me proporcionaba un inmenso placer, porque a cambio de él yo podía adquirir historietas o, como fue el caso desde que la vi,  “El Cuento Revista de Imaginación”, que dirigía Edmundo Valades.  Agasajo mayor no podía encontrar en una revista como esa, fundada en 1964,  y que me llamó a gritos en 1968, según la fecha de la más antigua que tengo de mi mermada colección, que ha venido disminuyendo por préstamos a seguidores del lema “pendejo es el que presta un libro, pero doble pendejo el que lo regresa”, robos tan alevosos como los préstamos, por destripar ejemplares en tiempos sin Internet  para ilustrar los textos de “La Página”, suplemento cultural que dirigí de 1985 a 1987,  y cambios de domicilio.

Esa tarde llegué con dos biblias bajo el brazo, la de mi madre, que venía envuelta en papel celofán, como si fuera el Playboy, y la mía. Ella conocía de sobra la suya, de modo que la abrió y empezó a trabajar con sus tripas llenas de líneas punteadas de diversos colores, incomprensibles para mí; la mía era una novedad, de modo que la abrí y empecé a babear con las ilustraciones, luego con los cuentos, de los que recuerdo, de manera muy especial, “La Tumba India”, de José de la Colina. Es la historia de una separación de jóvenes amantes planteada en tres planos: el presente aparente, que sucede en un bar, con un jazz de Brubeck de fondo; el plano interior del personaje masculino que nos permite saber lo que realmente está “pensando” mientras maneja un diálogo en apariencia “sensato” y la historia de la construcción del Taj Mahal, una tumba monumental que, según De la Colina, edificó el odio y hoy es recordada como la historia de un gran amor.

La biblia de mi mamá le duraba escasos días a su tijera hábil y creativa, que recortaba aquellos patrones, los colocaba sobre telas, hacía trazos con un gis, y al rato elaboraba un vestido al último grito de la moda;  la mía, aquella primera, me sirvió para  muchas cosas: conocer nombres de autores de primer nivel de un solo golpe y bien morro, lo cual me evitó después hacer el ridículo de buscar libros a ciegas o que me vendieran porquerías; adentrarme en lo profundo que puede ser una minificción; aprender teoría del cuento en el recuadro que aparecía  por un lado del directorio; conocer datos biográficos y bibliográficos de los autores importantes en “Ellos los escribieron”; ilustrarme con las regañadas que el Consejo de redacción –integrado por González Casanova, Edmundo Valades, Gastón García Cantú y Juan Rulfo- daban a los aspirantes. En ellas el rezago, para no mencionar las deficiencias del Correo Mexicano, era la palabra inaugural: “debido al rezago no habíamos podido decirle que a su texto le falta estructura..”, por ejemplo.

Muchos años después, tantos como 34 años, en 2002 organicé un homenaje en La Feria del Libro y las Artes (FELIART),  la cual fundé y dirigí hasta que me lo permitieron,  a José de la Colina, que había ganado el Premio Mazatlán de Literatura. No me programé en la mesa, porque siempre andaba de arriba pa’bajo, pero tuve que intervenir porque el patrocinador sabía de De la Colina lo que yo de talabartería, y no quería hablar. Me lo dijo al llegar al acto. Corrí a casa, a dos cuadras, tomé la revista de hojas amarillentas por la edad, la metí en un sobre, me incorporé al homenaje y cuando me tocó el turno, ante la sorpresa de De la Colina, desenfundé la legendaria revista y empecé a leer pausadamente  “La tumba india”. La sorpresa brincó para mi lado cuando De la Colina, emocionado, pidió culminar la lectura, con su voz de locutor. Después hablaría maravillas de la revista y de Edmundo Valades, valiéndole que el homenajeado en turno fuera él.

En el posthomenaje,  en el Restaurante Pedro&Lola, me firmó su cuento, le platiqué el impacto que la revista me había provocado en mi adolescencia y me dijo:

¿Cómo es eso que me leíste de chaval? ¡No chingues, no estoy tan viejo, tocayo!

En 2014, “El Cuento, Revista de Imaginación”, esa publicación que cogí de chiquito en la Librería Carrasco, cumplirá 50 años  y ¿cómo? no sé, pero tengo el empeño de hacerle un homenaje, mucho más grande que este, al cual le llega su punto final.

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