Con una pequeña ayuda…

24/11/2013 - 12:00 am

Para aquellos que somos parte de la generación que vivió el “venadeo” del presidente Kennedy, los que atestiguamos  el torrente informativo sobre el suceso, la imagen de Jacqueline en su elegante y salpicado de sangre vestido rosa, con todo y su legendario sombrerito, las declaraciones a granel, la captura de Lee Harvey Oswald, la toma de posesión de Lyndon B. Johnson en un avión de la Fuerza Aérea gringa, la imagen del pequeño hijo del presidente  saludando con toda propiedad y entereza el paso del féretro que contenía el cuerpo de su padre victimado, cubierto por la de barras y estrellas, la toma en las páginas del “Life en Español” de Jack Ruby, abriéndose paso en forma violenta entre una nube de periodistas para darle un tiro a quemarropa a Oswald, todo esto seguido a través de la radio, revistas y periódicos, el hablar de los maestros es algo sumamente complicado y, en lo que corresponde a ellos, bastante comprometedor.

Creo que no habrá muchos que se halaguen si confieso que fueron mis mentores y que, por consecuencia, a ellos les debo todo lo que soy, sobre todo ahora que paso por una mala racha que no quiere pasar. Aunque me asiste la esperanza de que si. De que si me quieran mis viejos maestros y de que si se vaya el mal momento.

Por aquello de no te entumas, no haré mención de ninguno de aquellos que me orientaron formalmente, sin que esto demerite el agradecimiento profundo que les tengo a todos y cada uno de ellos, a quienes dedico este texto, tanto con los que me peleé, como con los que se pelearon conmigo y, asimismo, con los que llevé una increíble, grata relación, que perdura hasta la fecha. Si acaso alguno  lee esto sabrá en qué casilla está incluido.

Hablaré de otros maestros. De los que, sin hacer trabajo de aula, tuvieron la encomienda de orientarnos para soportar la hostilidad del mundo. Esos que, como ellos, nos despertaron la ansiedad de seguirles los pasos, de arremedarlos.

Cuando asesinan a Kennedy la tarde del 22 de noviembre de 1963, en el Dealey Plaza de Dallas, apenas teníamos idea de la convulsión mundial que nos correspondería presenciar. Con nuestros escasos ocho años en ristre, vivimos el dramático suceso sin sospechar que sería uno de los grandes misterios de nuestros tiempos y hoy, con conciencia de la perspectiva, solicitamos a quienes tengan en un futuro la oportunidad de saber que pedo con todo ese asunto, nos lo hagan llegar por algún medio o médium, porque para entonces, de seguro, ya no andaremos por acá. Pido, de igual manera, que se nos entere qué pasó con el caso Colosio, que va por el mismo rumbo, aunque haya uno de los tantos Aburtos encerrado en Almoloya. ¿Alguno de ustedes se acuerda de él?

Vuelvo al asunto. Esa tarde en que la radio se clavó en el asunto de Kennedy, que paralizó por completo a La Cruz y las mujeres lloraban a lágrima suelta porque habían asesinado a un presidente carita, esposo de una mujer que representaba la esencia de la belleza, la propiedad, el buen gusto, que luego quedaría en tela de juicio al casarse con Aristóteles Onassis,  en un rudimentario tocadiscos bailaba un plato de acetato del que, por obra y gracia de una aguja de diamante, surgían las voces, las guitarras y las percusiones de cuatro irreverentes melenudos. Eran Los Beatles y los descubríamos y escuchábamos con asombro tres amigos: Jorge, que a la postre sería baterista de un grupo de rock en Culiacán, luego mecánico y después quién sabe qué cosas más porque le perdí la pista; Ruth, que se sumergiría en el mundo de la música hasta que no pudo más y acabó dándose un tiro en el mero corazón, y yo.

Ese 22 de noviembre de 1963 era día de duelo y no teníamos porqué estar escuchando esa música recién descubierta, que según los mayores parecía “pleito de perros y gatos”, pero lo cierto es que a nosotros nos interesó más escuchar a esos cuatro liverpulianos que nos sedujeron desde el primer momento, pese a nuestro total desconocimiento de su idioma, complejo del que nos liberó, años más tarde, la celebérrima Mafalda, de Quino, cuando dijo en una tira cómica, respondiendo al reclamo de Manolito por escuchar a Los Beatles sin saber lo que decían,  que millones de personas aman en el mundo a los perros y hasta la fecha nadie sabe qué quiere decir guau.

Recuerdo que leímos todo lo concerniente a ellos. Que me alarmé, siendo un monaguillo, cuando Lennon declaró que eran más populares que Jesucristo y quemaron discos de ellos en varios estados de la Unión Americana y pretendían hacer lo propio en mi casa, motivo de mi alarma. Con nuestra niñez empecinada en acompañarlos en esa trinchera no admitida por la generación reinante, empezamos a brindarles culto. A buscarlos.

A los nueve años ya sabíamos quienes eran de pe a pa John, Paul, George y Ringo. Sus fotos no decoraban las cabeceras de nuestras camas, como lo hicieron después -ellos junto con el Che y Serrat-, por la imposición en contra de nuestra voluntad de un Sagrado Corazón, que en el caso particular  estaba irreconocible por los efectos de la permanente humareda de una veladora perpetua.

También seguimos paso a paso todas las notas que emanaban del caso Kennedy, que iban tramando un enorme laberinto mucho más inescrutable hoy en día que cuando se empezó a construir. Una intrigante novela que parece no tener final.  Jacky nos partió el corazón cuando decidió casarse con un anciano griego que tenía como amante a una genial cantante de ópera. Con nuestro romanticismo a toda prueba, no nos cabía en la cabeza qué le podía ver esa mujer tan bella, fina, con sobrada clase, a ese viejo de sonrisa vulgar. Vaya que éramos románticos. Más que el río Elota, al que le daba por secarse de tristeza cuando no había lluvias.

Aun hoy sigo recordando la lejana tarde en que, con el asesinato de Kennedy en la radio, nos fuimos juntos un trío de amigos a conocer el fuego que transmitían cuatro greñudos que se llamaban Los Beatles. Me llegan sus voces, sus guitarras, sus percusiones exactamente con el sabor de la vez primera. Nos llegan los recuerdos y el perpetuo agradecimiento por habernos dado la llave para penetrar en el misterioso universo de la rebeldía.

Que fue lo que nos enseñaron.

Lo de Kennedy, también, visto a la distancia, fue un doloroso aprendizaje que nos dejó el amor por la información, siempre caprichosa.

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