Aurelia en la ventana

Guillermo Samperio

18/01/2013 - 12:01 am

La bicicleta atravesó el territorio de su vista y apenas pudo ver una pierna y la mitad de la espalda. Quedó tan sólo el reflejo platinado en los aparadores de la zapatería de la esquina. Desde la ventana, Aurelia siguió mirando la calle transversal y, de pronto, apareció un niño de pantalones cortos que echó a bailar un trompo. Aurelia pensó en la concha del caracol que lleva giros en la espalda. Recordó la rueda de triciclo que yacía en el cuarto de los triques.

Su mirada azul, había dicho Antonio, tiene el candor suficiente para ver de otra manera los aconteceres, pero no sé si se trate de otro asunto. Antier que llovía, por ejemplo, al ver las negras monedas de los paraguas, le dio por decir que la tarde se había puesto de luto. Habló de un tal cortejo de la bruma y la desidia. Una vez, pasó bajo su ventana la joroba de un camello en el canasto que el panadero equilibraba sobre la cabeza.

Hace un momento, supuso que la bicicleta de Antonio rodaba sobre el aire, porque el cielo se había puesto para abajo en la humedad de la tarde. La mujer los llamaba instantes eléctricos que vienen a mi torre de rojo ladrillo inglés. La luz del horizonte se refractaba, le ponía un tono violeta al cabello alto de Aurelia. Su rostro blanco, comentaba la patrona de la lechería, como la percibo desde aquí abajo, es una cara de serenidad, digna y tal vez resignado. El azul de sus ojos sólo de vez en cuando lo distingo.

Pero los muros del barrio sabían la otra parte: la bicicleta y Antonio desaparecerían, en cada nuevo intento, antes de que Aurelia pudiera levantar la mano y mover la pañoleta de amarillos y naranjas. A solas, ante el espejo oval de la recámara, ella se decía que su deseo era semejante al silencio de los banderolas caídas bajo la lluvia. A pesar de estas rupturas de tiempo, su corazón seguía siendo una colmena, intranquila y peligrosa. La moneda coqueta que aventó en el espacio de Antonio había desaparecido sobre la cornisa de la tlapalería del mismo Antonio. En ese lejano acontecimiento, a Aurelia le parecieron antipáticos y tristes los pares de zapatos que colgaban en su calle. Aquel día cerró los postigos de la ventana por el resto de septiembre.

Volvieron a desplegarse el primero de octubre y la bicicleta atravesó el territorio de su vista y apenas pudo ver una pierna y la mitad de la espalda. Hubo, entonces, en su pensamiento una cebra, trazada por la ventisca de otra tarde. Y podía ser también un arcángel con las alas manchadas de limo, similar al que tejió su tía abuela Cata, la monja desdichada de la familia, en una chalina célebre. Aurelia abrió con la esperanza de mirar con otros ojos los zapatos, la tarde parda, la lechería, la calle transversal.

Ante el calendario que aún se le avecinaba, Aurelia supo, como la pera madura que cae y se revienta contra el piso, que su ventana abriría tarde siempre, cuando el niño de pantalones cortos apareciera, soltando la cuerda con el trompo en aire. Cuándo sería la última ocasión, se preguntaba, en silencio, el empleado más viejo de la tlapalería; eso, ella nunca lo supo. Mientras tanto, su mirada azul siguió atardeciendo; un día de los que oscurecen temprano se quedó en sus ojos. Y la calle fue transitada por gatos y perros de humo, por estandartes macilentos, por cocodrilos que miraron, de reojo, a Aurelia en la ventana.

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero