Otros perros

Guillermo Samperio

01/02/2013 - 12:02 am

Dentro de mis cuatro divorcios ha habido dos perros, lo cual para mí ha sido sorprendente, en especial por mi miedo a los canes. María Elena, la de mi cuarto divorcio, tenía un perro de nombre Oso, un pastor alemán, grande, peludo, negro, que, por lo general, estaba en la terraza en la casa de Coyoacán, fuera de nuestra recámara. Aunque durante el trato marital, yo insistí en que a la casa se le pusiera, en la parte de afuera “La casa azul”, porque había otra casa con el mismo número que la nuestra, fue hasta la separación que María Elena lo colocó.

Bueno, de lo que quería hablar era del Oso; pues este perro, nada más era cosa de que entrara a la recámara, donde yo tenía mis mejores libros, le daba precisamente por morderlos. La mayoría de las veces, yo logré evitarlo, pero en una ocasión en que yo me encontraba ausente, atacó con toda libertad: destruyó mi Quijote con ilustraciones de Doré, un libro inconseguible de Stanislaw Lem y una reunión de aforismos de Friedrich Nietzsche, además de una docena de libros de Aguilar y Espasa Calpe. Acusé al Oso con María Elena y lo único que ella me dijo fue que para qué dejaba los libros al alcance del perro, dándole la razón al Oso, lo cual nos provocó un buen pleito.

Alguna vez que ella estuvo de viaje, el can se pasaba la noche, aullando y ladrando, lo que no hacía cuando la mujer estaba en México. A su regreso, ojeroso, le informé del escándalo del Oso y la respuesta de ella fue otra vez sorprendente. Antes debo aclarar que ella conocía muy bien mi afición por la filosofía y que nuestra relación estaba ya muy deteriorada.

Bueno, aquí va su respuesta: me dijo que el Oso, cuando estaba callado, la mayor parte del tiempo se la pasaba pensando. Yo le contesté que no era posible; ella, a su vez, contrarrespondió alegando que no sólo pensaba, como los homo sapiens, sino que además filosofaba y que cuando ladraba y aullaba, exponía sus tesis filosóficas y que en esta ocasión en que ella estuvo fuera, el perro se comunicaba con ella. Ya no quise discutir más; no sólo me ofendía, pensé, sino que si en verdad creía que el Oso pensaba había algo extraño en la cabeza de María Elena. Así que esa mismo día, compré cajas, guardé mis libros y mis pertenencias y me fui. No hago responsable al Oso, de verdad.

De ahí me fui a vivir con Philippe (Ollé-Laprune) y su esposa Marta, quienes me dieron posada en un barrio de Coyoacán. Estando yo ahí, ellos adquirieron una perrita de raza japonesa color sepia, cola enroscada y hocico puntiagudo, un poco nerviosa, llamada Chiqui, pero nada peligrosa.

Desde mis veinte años, en que leí Maldoror el libro del Conde de Lotremont, siempre se me antojó comprar un perro bulldog, pues en el libro, el alter ego del Conde se acompaña por un buldog, el cual actúa de manera sanguinaria y es capaz de destrozar a una viejita en un par de minutos, como lo hicieron las bacantes con Penteo en la tragedia de Eurípedes.

Cuando investigué el precio de un bulldog, me di cuenta de que no estaba en mis posibilidades; luego pregunté por el bulldog francés y el inglés, pero los precios estaban también inaccesibles. Pero además, preguntando e investigando en Internet, me enteré de que ninguno de los bulldogs era bravo y que ninguno podría destazar a una viejita, lo cual me dio a entender que Lotremont nunca había tenido un bulldog. Finalmente, el veterinario de la Chiqui me habló un día y me dijo que me tenía un bulldog a buen precio, de origen chino y que me lo dejaba en dos mil quinientos pesos y acepté. Ya traía nombre: Homphrey; para facilitar su identificación, en su placa le puse Jonfry. Cuando salió de la perrerita, era más pequeño que un perro enano; no creció demasiado. Luego supe que eran de los perros que los monarcas de las dinastías chinas, se colocaban dentro de las mangas coloridas y que, mientras daban una orden, acariciaban al perro.

PERROS (PRIMERA PARTE)

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero