Es verdad que, desde que nos llamamos civilización, ha existido el sueño de viajar por el tiempo, o el espacio-tiempo. Pero ese deseo enmascaraba, en realidad, que nadie quería viajar por el tiempo. Sólo escondían el anhelo de evitar la muerte, conseguir a cualquier costo la perdurabilidad. Su sueño disfrazaba y cancelaba un deseo más remoto, ya casi apaciguado: viajar hacia la memoria más lejana del hombre.
Para grupos tribales (todavía en la actualidad), llamados no sé por qué “arcaicos”, es una práctica más o menos usual invocar el instante de sus orígenes, cuando las cosas fueron por primera vez, venidas de la bruma, nombrando el mundo en forma ascendente hasta llegar al momento en que están departiendo, cada año, como si dibujaran un relato sin faltarles detalle alguno (M. Eliade). Con ese ritual obtienen el don de la ubicación y de la unidad de su existencia grupal e individual.
Recogen una constancia sagrada, si se quiere, y así continúan de manera cíclica sin extraviarse en la Historia. Se reconocen pertenecientes a una comarca. No olvidan qué había hecho posible que ellos estuvieran allí. Entre el recuerdo y su perfil actual. Fundidos a las cosas del mundo, siendo ellos mismos las cosas del mundo.
Sin embargo, esta práctica, llevada a cabo en especial en tribus africanas es ya aislada y, por lo tanto, sería imposible que, de la manera en que está organizado el mundo, esto resultaría imposible llevarlo a cabo. Si pudiéramos realizar un análisis temporal de cada miembro de un mismo grupo social obtendríamos una amplia disparidad de tiempos históricos individuales. A partir de ahí sería factible conseguir la media general, más o menos correcta, del tiempo histórico en que transita dicho grupo.




