Un poema puede revelarnos datos de carácter científico, histórico, moral o filosófico, pero no necesariamente tiene que ser así, y más todavía: si adopta la forma de un argumento, puede ocurrir que resulte falaz.
Algunos sostienen que el poema puede significar y no tener sentido, que es suficiente con que armonice palabras o sonidos musicales. Sin embargo, si en realidad es significante, tiene que ser, ante todo, positiva y verdaderamente significante de aquello que se ha propuesto significar. El problema en cuestión no es fácil: el arte Dadá, aparentemente sin significado, tiene sentido (no olvidemos que hemos excluido toda verdad menos la psicológica). Podemos condenar algunas obras de arte como falsas, insinceras o afectadas, implicando para eso las razones que tenemos para considerarlas grotescas o absurdas; pero, lo grotesco, lo absurdo, y aun el vacío o el silencio, ¿no dicen algo?, ¿tendremos entonces una experiencia estética genuina cuando encontramos que una imagen instantáneamente significativa expresa, antes que nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, deseos, emociones o estados de ánimo?
Quizás la belleza de la naturaleza es la que refuta con mayor fuerza la teoría de que toda experiencia estética es la expresión de las emociones; si la forma, movimiento, el color, el sonido, la textura, expresan de manera natural ciertos estados psíquicos, lo más probable es que los encontremos en la naturaleza del mismo modo que cuando son creados artificialmente. Un atardecer puede ser tan expresivo y revelador como un cuento de Jorge Luis Borges y un lago como una pintura de Salvador Dalí
Para Carlos Marx: “es necesaria la objetivación de la esencia humana, tanto en el aspecto teórico como en el práctico, lo mismo para convertir en humano el sentido del hombre como para crear el sentido humano adecuado a toda riqueza de la esencia humana y natural”.
Llamaremos bello a un objeto sensible, ya sea real o imaginado, que suscita en nosotros una experiencia que expresa sentimientos que, por nuestra historia personal y cultural, somos susceptibles de experimentar. Sin embargo, de la misma manera la historia personal de estos objetos puede no despertar ninguna clase de imágenes. También son decisivas las distancias en el tiempo y el espacio: la nacionalidad puede impedir cualquier estímulo cuando se escucha música china del siglo XII, por ejemplo. Es decir que, lo que es expresivo para unos, no lo es para otros: no hay nada bello en sí.
Si consideramos el inconsciente colectivo del doctor Carl Gustav Jung, una buena parte de la psiquis humana es común a todos y, consecuentemente, otra buena parte de la cultura también lo es, y con ello podemos entender una belleza universal. Sin embargo, no olvidemos que la belleza depende de un espíritu sensible: cada individuo participa con su imaginación, cultura y experiencia; pero tampoco la obra de alguien es mala porque no gustaron a uno o es buena porque le gustaron a otro. Todo mundo afirma que le gusta El Quijote de la Mancha, aunque no lo hayan leído.
Afirmar la objetividad de la belleza es intolerancia estética; negar la objetividad del deber y de la bondad en la obra es escepticismo; la reflexión de que la belleza depende menos de la naturaleza de los objetos que de la significación que tienen éstos para nuestra interpretación no disminuye en nada la experiencia. Si es emoción, intensidad y universalidad lo que buscamos, lo podemos encontrar en una forma abstracta arquetípica de la belleza: la mujer.




