a Phillipe Ollé-Leprune
Desde niño me ha gustado experimentar nuevas emociones y probar distintos sabores, texturas y olores; me gusta usar al límite mis sentidos. Con respecto al sentido del gusto, puedo decir que mi paladar ha probado distintos sazones como amargos, dulces, ácidos, salados, agridulces, pegajosos, y secos. Mi madre cocinaba platillos suculentos con tan sólo medio kilo de mollejas e hígados (mas uno que otro corazoncito) de pollo, un betabel, una cebolla y unas cuantas tortillas. Era un placer llegar a casa y saber que en el comedor habría un alimento delicioso hecho con tal dedicación e ingenio a pesar del poco presupuesto que con el que contaba mi mamá para alimentar a más de seis bocas. Mi madre hacia magia con acelgas y carne de puerco, sus bisteces de hígados con cebollas y chilitos verdes, los frijoles negros con bolitas de masa y trozos de maciza de cerdo, ejotes con huevo, su famoso postre de arroz con leche, entre otras artes culinarias.
Ya en mi juventud y adultez, durante diversos viajes puedo presumir que he probado una gran variedad de platillos elaborados a base de plantas exóticas, al igual que animales como saurios o armadillos, frutas, insectos, distintos granos y hasta minerales en bruto. Soy un omnívoro por excelencia. Como ya he citado en anteriores textos, un escritor debe de conocer, saborear y experimentar y así ampliar su criterio en los diversos campos de la vida y el conocimiento.
En una ocasión estacionamos el carro en las calles de Regina, a unos metros del restaurante la Fonda de don Chon, y bajamos el novelista y filósofo francés Bernard Nöel, el ingeniero cultural Philippe Ollé-Laprune, mi hijo Rodolfo (músico y diseñador industrial) y yo. Había un sol de las tres de la tarde un poco macilento. En la acera de enfrente, se encontraban, costales amontonados, varios teporochos, entre ellos una mujer que se peleaba con uno chaparro de lentecitos semejantes a los de Gramci. Supuse que a Bernard le impresionaría esa zona del Centro del DF, pues era grisosa, sucia, sus edificios medio abandonados, lo cual comentó cuando ya estábamos sentados ante una mesa del restorán, en el cual ya había música de la época del fonógrafo y se encontraba bien ambientado con calendarios del príncipe Popocatépetl y la dama Iztacíhuatl, fotos de Pedro Infante y Jorge Negrete, entre otros artistas de los años cuarenta y cincuenta.
Ya en ese restorán había yo degustado armadillo, diversos insectos, mono, serpiente, venado, etcétera, pero en esta ocasión me encontré con que el platillo del día era león africano al pipián. Como soy de la idea de que un escritor necesita conocer todas las disciplinas artísticas, sociales y científicas, además del mayor número de países y casi metro a metro el suyo, lo mismo debe suceder en cuanto a las comida del mundo y sin ningún remilgo.
De los cuatro que estábamos ante la mesa, sólo mi hijo y yo pedimos el león; Bernard arguyó que como él era ecologista y estaba prohibido cazar al león africano, se abstenía y pidió venado; Philippe eligió jabalí. De entrada, nos dieron quezadillas de jumiles y de queso con epazote; el segundo plato fue arroz rojo con una cucharada de mole negro para que Bernard lo probara, aunque se le dificultó comer los jumiles (Philippe ya está acostumbrado). Cuando vino el plato fuerte, yo saborié mi león con gran delectación y noté que Rodolfo también estaba disfrutando; de pronto, tanto Philippe como Bernard nos preguntaron que a qué sabía el león y respondí que a león como el caballo a caballo (que comí en San Pedro, Suiza) y la godorniz a godorniz, y ya no preguntaron más.
De pronto, el ecologismo y los derechos de los animales en extinción se le derrumbaron en la saliva a Bernard Noel y me pidió que le compartiera un trozo de león africano.




