Ego y olvido IV

Guillermo Samperio

26/10/2013 - 12:01 am

Es decir, la relación entre autonombrados seres humanos y Tierra era un vínculo entre entidades vivas, si bien de distinta sustancia. Cosa curiosa, hoy la biología ultramoderna considera “vivo” todo lo que se mueve: una mesa y una piedra (sus microcosmos atómicos están perpetuamente vivos). Cuando Nietzsche anuncia la muerte de Dios, en rigor se trata ya de una formalidad, a pesar del escándalo intelectual que su tesis provoca. La época industrial se encontraba ya en pleno empuje y el “hombre” se estaba convirtiendo en el todopoderoso ser subjetivo que, de hecho, ya trituraba su objeto, sin el estorbo de dios alguno. Que muriera Dios no implicaba que la creencia sobre algunos dioses desapareciera; para el mundo judeocristiano, la fe, la Iglesia, y los representantes de sus dioses, permitían a los “hombres” redimirse y subsanar la culpa existencial con la confesión y los modernos rituales. Lo importante era que los asuntos de Dios devenían en cuestión privada, íntima, ajena a la política y a la economía.

Pero, preguntémonos si la tesis nietzscheana no se dirige hacia otra zona que la mera desaparición de Dios. En principio, la emite dentro de un contexto reflexivo: desde la filosofía. Si Dios ha muerto, resulta evidente que también ha fallecido dentro de la filosofía; Martin Heidegger sugiere que con Nietzsche termina la metafísica y, por extensión, la filosofía como tal, es decir el pensar más allá de los entes y desde el ser de lo ente, como la concibieron los griegos primitivos y sus continuadores, desde Aristóteles y Platón hasta Leibnitz y Hegel, más otros.

La palabra, como entidad que nombra, aparece precisamente en diálogo con los dioses: la palabra existe para, en y es diálogo. El texto más antiguo, el Gilgamesh, es un diálogo con los dioses; en otras culturas, en sus edades tempranas, se dieron diálogos similares, aun sin tener las grafías de la escritura. Cuando la palabra aparece como diálogo con los dioses, se detiene la errancia de la “humanidad” sobre la horizontalidad, pues tiene que voltear hacia arriba, hacia el cielo, para entablar el diálogo, el cual detiene al “hombre” en un punto determinado y surge la relación de verticalidad. El diálogo se da, pues, de arriba-abajo y de abajo-arriba, e incluso llegan a aparecer las deidades que habitan el subsuelo, bajo los pies, con lo que las líneas verticales prosiguen hacia el Hades o el Mictlán. Al advenir este acontecimiento, el autodenominado hombre encuentra al fin ubicación en el mundo, entre la horizontalidad propia de “lo humano” y la verticalidad del diálogo con los dioses. La idea de Mundo incluía la Tierra y el Cielo (habitación divina); en la actualidad se ha perdido la dualidad y Mundo es sinónimo de Tierra. Cuando al fin  hubo ubicación en el hombre, en cualquier sitio del Mundo, acaeció una cultura; el fuego, el mar, el viento, el monte y los minerales ya no fueron un hecho de la horizontalidad inexplicable, sino gestaciones del Dios del Fuego y del Dios del Mar, del Señor de la Montaña, de los dioses de los Minerales. Cada cultura estableció un tipo de diálogo específico con los dioses, pero lo que las une es la acción del diálogo mismo. Cuando Nietzsche lanza su apotegma sobre la muerte de Dios, anunció también la muerte de la  verticalidad y, con ella, la errancia que padece la modernidad y la dislocación de las culturas.

No sería exagerado pensar desde aquí que, tras las tendencias de globalización actuales (económica, informativa, lingüística, en el vestido, en la informática, etcétera), se esconda una ansiedad, una angustia, por buscar la verticalidad. Quizá la multitud de satélites que surcan el cielo intenten sustituir inútilmente la verticalidad propia del hombre. Por otro lado, quizás tampoco fuera exagerado suponer que la vuelta a las religiones, a los rituales más antiguos y la aparición de sectas diversas, respondan a la misma angustia, no tanto de la pérdida de un Dios, sino de la ubicación y, por lo tanto, de su especificidad cultural.

Guillermo Samperio

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