A Beatriz Escalante
No conocí a mi abuelo ni de un lado ni del otro. Mi prosapia se remonta a mujeres solteras (a abuelas solteras, debería decir) que no me prestaban ninguna atención y, por lo mismo, jamás tuvieron que deslindar su mundo del mío diciéndome: "En mis tiempos." La frase la aprendí después y de otras personas; siempre dicha con un tono de derrota o, al menos, de desplazamiento: nadie que se considera dueño del presente anda proclamando lo contrario; hacerlo implica, al margen de la edad, que los tiempos actuales ya no son los de uno, que uno está caduco o periclitado.
Lo que sí decían maravilladas ambas abuelas era: "Habráse visto," y ponían un gesto de extrañeza que con el paso de los años me ha revelado que las dos, en efecto, vieron muy poco. Y no me refiero a cuestiones humanas (que de esas, estoy seguro, las vieron todas), sino a ver mundo, a asomarse al inacabable universo de las imágenes. Condenadas a leer, a viajar por tierra y excepcionalmente por mar (la materna llegó muy joven de París y la otra, de Orizaba, Veracruz) tuvieron un repertorio extraordinariamente reducido, del tamaño casi de lo que hoy cualquiera puede ver en 10 minutos de Internet; solo que para ellas fue la cuota de imágenes de toda su vida.
Pero ese es otro asunto, hoy prefiero hablar de lo que encierra la fórmula "en mis tiempos." Y no porque me sienta un extranjero en el mundo actual o un añoso desterrado del tiempo, sino porque, al cambiar todo tan aprisa, ni los muy jóvenes se percatan en qué instante están ya pasados de moda. No estoy pensando en la vestimenta, la música o los actores estelares cuyos nombres son tan efímeros como los encabezados de periódico que al día siguiente ya nadie recuerda, sino del cambio de las mentalidades, de la sustitución de una normalidad por otra.
Y vuelvo a mis abuelas para establecer un punto de comparación: para ellas era evidente, igual que para todos en su entorno, que la vara de membrillo representaba un instrumento pedagógico de eficacia comprobada con los niños y su uso, por parte de progenitores y maestros para inculcar cualquier enseñanza, era admitido como una obviedad. Poco a poco se fueron yendo de las aulas escolares los reglazos, los borradores voladores, las levantadas en vilo de las patillas, los brazos en cruz hincado en el patio bajo el rayo del Sol y tantas otras medidas disciplinarias... Hoy hasta la misma palabra "disciplina" solo conserva como última acepción ser un instrumento de azote, un látigo.
Llegaron otros tiempos e impusieron otra mentalidad: una tan otra que hoy señalar a un alumno que no sabe es un acto violento que afecta su autoestima, que daña su integridad emocional. Los maestros bajaron de su tarima y se convirtieron es facilitadores... Creo que no hace falta extenderme en la descripción de una circunstancia que todos conocen. Y, sobre todo, porque mi intención no es alabar una manera y denostar la otra, sino tan solo señalar lo veleidosas que son las concepciones del mundo, el cambio abismal que se ha operado en las mentalidades: la naturalidad con la que se viven unas determinadas prácticas. Cada quien ve (y aquí tomo prestado un concepto a la astrofísica) desde el horizonte de sucesos que le permite su época: para Aristóteles fue normal la esclavitud, como para nosotros lo es la democracia.
Pero así como ya se gesta un movimiento que defiende "los derechos humanos de los animales," se gestará otro en pro de "los derechos humanos de los vegetales" y, quien sabe, si algún día, como escribió el poeta Enrique González Martínez: "quitarás piadoso tus sandalias por no herir a las piedras del camino." Y la democracia será vista con el horror con el que hoy vemos el esclavismo, pues será vista desde la pantocracia.
Yo igual que mis abuelas nunca digo "en mis tiempos", pero a diferencia de ellas que no se percataron de que sus tiempos ya habían pasado, yo no uso la frase porque en el absurdo desfile de los tiempos (entiéndase mentalidades) no hallo ninguno del cual decir que ha sido el mío.
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