
En esta ocasión ofrezco una disculpa a los lectores, pues como voy a escribir de la nostalgia --literalmente "dolor por lo que quedó en el pasado"-- me resultaría excesivo, también en este artículo, separarme de mí.
Estoy volando de San Francisco a México, voy de regreso a 800 kilómetros por hora para encontrarme con lo que añoraba ayer: mis seres queridos. Vengo del Festival MEX I AM 2015, donde dije unas palabras en el inglés más horroroso que pueda imaginarse: el mío, y de leer en español mi cuento "Los locos somos otro cosmos". Hay sueños que se cumplen y este es uno, pues si existe algún lugar del planeta que se caracterice, como mi cuento, por su defensa de los diferentes, es San Francisco. Un sueño se me hizo, sin embargo, me siguen faltando 400... Pero el tema de este artículo no es la frustración, sino la nostalgia.
¿Cómo extraño al que era? No al descarado sin vergüenza (que conste que lo escribo separado), pues sigo siendo ese; de otro modo no me habría atrevido al juego chaplinesco de cruzar el escenario y a mitad de camino regresarme y volver a hacerlo, ni llevar tres carpetas: una amarilla, otra azul y una roja, y mostrar que en la primera no hay nada, en la azul tampoco y a la voz de "red", mostrar las hojas de mi conferencia y soltarme, como si descubriera al público, un jai pipol que me salió perfecto. Digamos que de 400 me faltan solo 398.
Extraño el candor que me hacía creer en la trascendencia de mis pasos, en lo fatídico de los encuentros, en el porvenir anchuroso, tan anchuroso como el "ponto" homérico; cuando parecía rajarse la vida y el futuro abrirse como una bocaza de promesas, porque eso fue lo que sentí cuando dicté mis primeras conferencias en ese más allá que en México llamamos: "en el extranjero". ¡Qué maravilloso me sonaba: dar una plática en el extranjero!, no aquí o allá, sino "en el extranjero", ese lugar mágico-milagroso que también perdí junto con el candor que ahora echo de menos.
Decía que fui a San Francisco (que cada vez me queda más lejos, pues sigo en este avión que me da claustrofobia y en este texto que, para mí ahora, es una ventana que me ayuda a llegar más pronto a México); fui y me encontré y conocí y volví a toparme con esos ejemplares de la fauna del mundo intelectual mexicano y que, por supuesto, también se existe "en el extranjero" (Ay, cómo extraño las pláticas ponzoñosas de mi amigo Gabriel Careaga: ¡qué viboreadas más divertidas nos echábamos en Gandhi!)
Me topé con algunos ejemplares emblemáticos del mundillo intelectual mexicano, quiero decir, me sorprendió que me los encontrara todavía, no me refiero al hecho de que aún estén vivos, sino a que yo creía que con el paso de los años habrían cambiado; pero no... A mí, de joven, me intimidaban mucho; recitaban, como ametralladora, los nombre de los escritores de moda y los modistos de moda y las teorías más avant-garde del mundo y de los vinos plus y de las fresas nice. Y yo, por supuesto, ahora como antes, no me supe ninguno o no me acordaba de nada. Qué esfuerzo más extenuante traer en la punta de la lengua la frase ocurrente, la cita ingeniosa o el dato raro, aunque sea por completo irrelevante.
Qué nostalgia sentí, terrible, cuando vi desde el malecón la isla de Alcatraz; allí estuve hace más de quince años con mi Beatriz Escalante, mi esposa, y platicamos -si la memoria no me falla- de manera animosa que ahí habían encerrado a Al Capone. Veníamos del programa de escritores de Iowa. Ella era la becaria y yo el acompañante.
Qué nostalgia de mí y... "un dos tres por todos mis compañeros". ¡Basta! ¡Quiero bajarme del avión¡ pero sigo escribiendo... Me distrae, ¿saben?, me entretiene.
Me gustó Mex I AM, me tocó escuchar algunas ponencias en verdad magistrales, a una soprano espléndida y a un bailarín que merecidamente está entre los tres principales del mundo: Isaac Hernández: todos representando a México, todos mostrando otra cara de México; pero lo que más me gustó fue saber que ni el gobierno ni los contribuyentes me habían pagado el viaje. Que todo el Festival, salvo la Gala, un 90% de los gastos, había salido de las buenas gestiones del Cónsul, del bolsillo de aerolíneas, cementeras, tequileras y un etcétera tan largo que incluye hasta una empresa de paletas de limón. Me gustó encontrarme con Andrés Roemer y discutir con él, como regularmente lo hacemos en la tele, y me gustaron muchas cosas: siempre se deja si no el corazón en San Francisco, sí, al menos, unos buenos latidos.
Lo que no me gusto, y de ahí mi nostalgia, fue comprobar, por enésima vez, que nada conduce a nada, que todo se queda en el instante, el momento fugaz en que leí: "Nosotros no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo, lo otro". Y que fuera de eso no ocurre nada más. Qué nostalgia de ese tiempo cuando me habría dicho: "¡Ya la hice!" por haber agarrado un micrófono "en el extranjero"... (Todavía falta una hora, me dice la azafata.)








