La arquitectura es una disciplina artística que se ha caracterizado por protagonistas de egos gigantescos. Los arquitectos geniales parecen competir, unos contra otros, para llegar a la cúspide más alta, modificar la línea del horizonte con su firma. Más allá de sustentar el espacio habitable a partir de la escala humana, su intención parece ser la de mostrarnos como una infinitésima parte de su creación. Un reto a las proporciones, a la matemática, a la lógica, entre más grandilocuente y excéntrica resulte, más valorado es su autor.
En ocasiones, la monumentalidad de un edificio es como un abrazo que nos hace pequeños. Ejemplos de ello, Zaha Hadid y su museo MAXXI de Roma, inoperante y complicado a nivel museográfico; Norman Foster y el frustrado antiambientalista aeropuerto de Texcoco, que ha dejado una moraleja de hasta dónde el progreso y la pretensión pueden deteriorar un lago como el que hoy apreciamos en su plena recuperación. Tadao Ando y su imposición que produce un ambiente asfixiante con un muro delante del océano, literal, en la afamada residencia de artistas internacionales Casa Wabi. O uno de los más tristes despropósitos, que no podía ser más que obra sexenal de presupuesto exorbitante, que ha concluido en un fracaso, el Museo Internacional del Barroco en la ciudad de Puebla (MIB) de Toyo Hito.
Es el caso, también, de los escultóricos edificios de Frank Gehry, que murió hace pocos días y cuya obra es considerada como una marca de genialidad. La primera vez que se tiene la oportunidad de conocer alguno de sus colosales monumentos la sensación es de asombro. He vivido la experiencia frente al Guggenheim de Bilbao, Louis Vuitton de París, la Torre LUMA de Arles. Merecen mención aparte La Sala Pierre Boulez en Berlín y el Walt Disney de Los Ángeles.
Pero ante la magnificencia que para muchos vuelve a Gehry uno de los mejores arquitectos del mundo, también hay que reconocer que sus innovadoras y excéntricas formas podrían ser vulnerables al paso del tiempo. Juez implacable, el contador de horas se ceba con los sueños humanos. Tiene el poder de volverlos clásicos o desecharlos al no reunir los atributos que logren vencerlo. Ciertas obras que hoy fascinan, en algunos años llegarán a sentirse avejentadas. Me pasa que, después de varias visitas a la Fundación Louis Vuitton de París, en medio de los Bosques de Boloña, lo encuentro artificioso y en gran medida caprichoso. Estas velas que parecen suspendidas en el espacio, como si no pesaran, se aprecian cansadas de tanto figurar. El gris de sus cristales pareciera empañado. Siempre cobra un precio a las exposiciones que se presentan. La retrospectiva de Rothko, por ejemplo, obligaba a sustraerse del grandilocuente espacio exterior para entrar a la metafísica del artista, cuya infinita capacidad de sumar capas a la experiencia humana, jamás dejó a un lado al espectador. Al contrario, lo invitaba a penetrar con él a esos otros universos, ámbitos que acogen y abrazan como un remanso, siempre de su mano.
El mejor momento de este museo se lo regaló Daniel Buren con su intervención de líneas en vivos colores que parecían restituir la organicidad perdida.
Para muchos, la virtud de Gehry ha sido la osadía con la que alteró los espacios y el tiempo de la arquitectura, modificando su esencia de contenedor a contenido en sí mismo, es decir una escultura más que un edificio funcional. ¿Qué podemos admirar después de ser impactados por esas gigantescas moles en las que hojas de acero lucen ingrávidas? Son tan atractivas que han servido como anclas para revivir viejas y abandonadas ciudades, convirtiéndolas en sedes de turismo cultural masificado.
La historia de la arquitectura ha sido marcada por la necesidad de protección. Las cuevas rupestres fueron el ámbito en el que se descubrió la intimidad. La primera idea del yo distinto al otro. Los cultos mágicos ocurrieron delante o dentro de las cuevas. Axis mundi, sitios de encuentro, propiciaron el ritual y la invocación de las divinidades. Nuestra casa es hogar alrededor del fuego que nos convoca. Es nuestro templo que sacraliza la vida cotidiana, origen de la religión, religare. Afuera queda lo profano, dentro lo sagrado. La vida religiosa demanda sus propios ámbitos; las catacumbas cristianas fueron refugio para propagar la Buena Nueva; del politeísmo se rindieron a la idea de un sólo dios.
Con el Románico el ser humano afianzó la idea de Dios cercano; sus iglesias de plantas cruciformes encarnan el cuerpo de Cristo. En el Gótico, lo humano retó a Dios elevando sus estructuras para poder mirarle de frente. Los primeros arquitectos conocidos son comparables a seres divinos, Genios: Bernardo de Claraval, Fillipo Brunelleschi, Rafael Alberti, Miguel Ángel o Francesco Borromini fueron constructores capaces de rebasar la escala humana desafiando cualquier imposible.
La Modernidad del siglo XX habló de futuro negando los valores tradicionales. Los espacios arquitectónicos se volvieron imposiciones monumentales. Así como la pintura tuvo una capilla Sixtina con Miguel Ángel; un tiburón en formol de 11 millones de dólares con Damien Hirst o en la música la posibilidad del Arte Total con Wagner, la genialidad de un constructor llega a considerar sus obras un arte más allá de la funcionalidad arquitectónica como es el caso de Gehry.
Pero así como a lo largo del tiempo podrán discutirse sus atributos arquitectónicos, su capacidad para generar espacios acústicos de la mano de Yasuhisa Toyota serán valiosas aportaciones por siempre. Dos genios en busca de aprehender el sonido. La música es un arte cuya liquidez tiene el atributo de penetrar a través de cada uno de los millones de poros de nuestra piel. Su invisibilidad la hace etérea pero definitoria de lo que somos y en cómo percibimos. De alguna forma es el arte absoluto porque abarca nuestro ser por completo. Gehry tuvo la sensibilidad para comprender que el espacio interior sería el punto de partida de la arquitectura. En el Walt Disney City Hall partió de la escala humana y nunca la dejó de tomar en cuenta haciendo que creciera y se expandiera hasta llegar al cascarón. Si sólo apreciamos la sala de conciertos por su imponente silueta nos quedamos cortos; la acústica es lo que más cuenta en este espacio que danza en el tiempo. Igual que la sala Pierre Boulez de Berlín, que aún llega más lejos al dejar a un lado la fastuosa arquitectura que lo caracteriza para sumergirse en el prodigio del sonido.
Es altamente probable que las estructuras flotantes de Gehry lleguen a cansar a quien debe lidiar con ellas. Pero la verdadera genialidad del hombre que entendió que la música era un universo cuya grandiosidad se da en los pianissimos como en los crescendos queda dignificada en el Walt Disney Music Hall y en el Pierre Boulez, que además acunó a la fundación Barenboim- Zaid. Ambos partieron de una idea musical cuya escala es la humana. No importa que pase fuera o cómo se vean los edificios, el tráfico, las manifestaciones, la vida que pasa. En ese sentido, Gehry se redime, y por un momento deja de ser arquitecto para volverse cómplice nuestro. Estos laboratorios musicales abonan a lo más esencial del ser humano: nuestra consciencia infinita para concebir la genialidad y, al mismo tiempo, recordarnos lo pequeños que somos. @Susan Crowley





