Cada diciembre reaparece la misma escena: listas de propósitos, promesas de versiones "mejoradas" de nosotras mismas. Comer mejor, trabajar más, rendir más, aguantar más. Hace algunos años dejé de preguntarme cómo ser mejor persona y empecé a preguntarme algo más incómodo: ¿a quién estoy ayudando con la forma en que vivo?
Una de las primeras cosas que entendí fue que ayudar no significa únicamente ayudar a otros seres humanos. Nos educaron para pensar así, pero el mundo no funciona de esa manera. Compartimos el planeta con otros animales, dependemos de ellos, los explotamos, los usamos, los comemos, los vestimos, los sacrificamos. Luego hablamos de compasión como si fuera un valor universal.
Dejar de ser partícipe en la explotación animal es una forma de no participar en una violencia que había normalizado toda la vida. No salvé al mundo. No me volví moralmente superior. Pero entendí algo fundamental: no puedo decir que me importan los animales mientras mis acciones les afectan directamente. No puedo hablar de empatía si mi comodidad se construye sobre su sufrimiento.

Tiempo y gestos sencillos
A veces el problema parece demasiado grande. Millones de animales explotados, sistemas enteros diseñados para invisibilizarlos. Entonces aparece la parálisis: ¿para qué cambiar yo, si no puedo cambiarlo todo? Pero ese pensamiento también es una trampa, porque no cambiar nada siempre beneficia al mismo sistema.
Ayudar también es ofrecer tiempo. El voluntariado no transforma el mundo de golpe, lo sostiene todos los días. Personas que cocinan para otras personas, que acompañan, que escuchan, que limpian, que cargan, que sostienen. Santuarios de animales que sobreviven gracias al trabajo agotador de quienes se niegan a aceptar que unas vidas valen menos que otras.
También aprendí que ayudar no siempre implica grandes gestos. A veces es algo tan sencillo y tan difícil como ser amables sin esperar nada a cambio. Defender a alguien en una conversación incómoda. Preguntar si alguien necesita ayuda. Agradecer. Tender la mano. Vivimos entrenadas para no involucrarnos, para no meternos, para no incomodar, pero la indiferencia nunca ha sido neutral.
Escuchar para ayudar
Escuchar es otra forma de ayuda que subestimamos. Escuchar de verdad, incluso cuando no estamos de acuerdo. No para ceder en lo que creemos justo, sino para entender desde dónde habla la otra persona. En el activismo antiespecista esto es especialmente complejo: sabemos que la violencia existe, la vemos, la nombramos, pero si no escuchamos, si no entendemos los miedos, las resistencias, las costumbres, ¿cómo vamos a romper el muro que separa unas vidas de otras?
Reducir nuestra huella de carbono es otra forma de ayuda que rara vez se presenta así. El colapso climático no afecta a todas las personas por igual, ni a todas las especies. Quienes menos lo provocaron son quienes más lo sufren. Y de nuevo, los animales quedan fuera del discurso, como si no fueran también víctimas directas de esta devastación. Cambiar nuestra alimentación es una de las formas más simples y contundentes de reducir ese impacto.
Ayudar también implica hacerse escuchar. Alzar la voz cuando hablamos de derechos humanos, de justicia social, de medio ambiente y de animales. Ellos se comunican todo el tiempo, pero hemos decidido no entenderlos. Por eso alguien tiene que hablar. Alguien tiene que incomodar. Alguien tiene que arruinar la cena con una verdad incómoda.

Paradójicamente, ayudar también es aprender a ser amables con nosotras mismas. Porque el agotamiento no es una medalla. Porque nadie puede sostener el cuidado desde el desgaste permanente. Descansar no es abandonar la causa. Es una forma de seguir.
Este año no me propongo ser mejor. Me propongo ser más consciente. Más responsable. Más dispuesta a mirar a quienes siempre quedan fuera de nuestra vista.




