Estar triste, al igual que fumar, no está de moda. Estar triste y declararlo es casi sinónimo de fragilidad, sensibilidad excesiva o de un temperamento romántico e inestable. De incapacidad para esta vida de competencia despiadada en pos del éxito, sobretodo el económico. Es más prestigioso, y resulta ser una mejor coartada social, decir “estoy deprimida o deprimido”.
La palabra depresión implica enfermedad y tiene un aire más “científico”. La casi totalidad de los médicos especialistas en psiquiatría aseguran que es causada por la disminución de algunas misteriosas sustancias en el cerebro y que, en consecuencia, amerita de un tratamiento con medicamentos novedosos y caros. Estar tomando alguno de ellos –Lexapro, Efexor XR, Valdoxa o, por lo menos, Prozac o Paxil– es casi una moda dentro de ciertos círculos sociales en los que experimentar una emoción como la tristeza nos enfrenta, precisamente, con nuestra fragilidad y con ello nos aleja del ideal de racionalidad y control emocional.
Lo que quiero plantear aquí es la actual “medicalización” de la tristeza y el riesgo de convertirla en una especie de enfermedad objeto de tratamiento farmacológico. No sé si los animales se entristezcan pero, de seguro, se deprimen en tanto son al igual que nosotros biología: sangre y huesos, glándulas, el cerebro y las sustancias por medio de las cuales funciona. Pero nosotros somos algo más, somos animales que hablan: estamos hechos de las historias que nos contamos y escuchamos de los demás, en tanto poseemos lenguaje y sentido del tiempo, sentido de un comienzo y un final; de poder construir una trama y con ello una narrativa: la novela, crónica o reportaje de nuestros hechos, de nuestra vida. Somos, en tanto humanos, biografía.
La tristeza es un sentimiento normal que se presenta cuando uno percibe una pérdida que evalúa como significativa. Así, por ejemplo, perder la relación con una persona a la que queremos nos produce tristeza; perder la salud, el tiempo y esfuerzo invertido en una empresa que no resultó; tomar conciencia de que uno ha perdido o dejado a tras la juventud, los amigos, las ilusiones, nos lleva a experimentar mayor o menor tristeza.
Ahora bien, el estado de tristeza hace que busquemos soledad y aislamiento y así, y esta es la función o la razón de la tristeza. Reflexionemos sobre la pérdida y, sobretodo, el papel o responsabilidad que tuvimos en ella; toda vez que dilucidemos nuestra participación en la pérdida la tristeza desaparece. Dicho de otra manera: la función de la tristeza es su desaparición o solución. Cuando esto no sucede, cuando la tristeza no desaparece y se, acentúa estamos en presencia de otro proceso emocional: la depresión, que puede ser leve, moderada y severa o “mayor” en lenguaje psiquiátrico dependiendo de la intensidad y gravedad de los síntomas.
El núcleo emocional, el centro, de la depresión es la tristeza. Tristeza que no desaparece, que se profundiza e invade, alterando otras áreas del funcionamiento psíquico: el deseo, la memoria, el juicio, la capacidad de abstracción, el pensamiento, el dormir y el soñar, el movimiento corporal y, finalmente funciones fisiológicas como la digestión, la respuesta inmune, los ritmos y secreciones de varias hormonas. Todas estas alteraciones llevan a los variados síntomas de la depresión, entre otros: falta de deseo sexual o de experimentar placer en sentido general, reiteración continua, casi obsesiva, de la pérdida experimentada y sentimientos de culpa en relación a ella, insomnio hacia el final de la noche, sueños de contenido triste, pesimista, de muerte, enlentecimiento de los movimientos y del pensamiento, estreñimiento, vulnerabilidad a infecciones, alteraciones menstruales, hasta un estado de estupor e inmovilidad y, como espero se deduzca, la muy común ideación y el intento suicida, consumado o no.
Si una persona como usted acude a la consulta de un profesional de la medicina, especialista o no en psiquiatría, sin que usted y él o ella tengan claras las diferencias entre estos dos procesos, la tristeza en cuanto característica propiamente humana y la depresión como resultante de una biología alterada, este desconocimiento es o puede ser, de la mayor importancia: es más que probable que le sea extendida una receta por un fármaco antidepresivo, habitualmente caro y con posibles efectos colaterales de mayor o menor importancia, que pudiera no estar indicado.
Los médicos, psiquiatras o no, somos en ocasiones bastante más sensibles al impacto de la mercadotecnia y la publicidad –que han hecho de la industria farmacéutica uno de los negocios más rentables en el mundo– que a la obligación profesional de sentarnos a estudiar las últimas novedades publicadas en libros y revistas especializados sobre las alteraciones o trastornos emocionales. Más aún si desconocemos el inglés, idioma en el que están escritos el 90% de tales textos.
La tristeza no requiere de tratamiento farmacológico como tampoco lo requiere un proceso depresivo leve o un duelo. Son estos procesos los que más se benefician de una psicoterapia breve cuya finalidad será comprender el significado de lo perdido y la forma en que manejamos o canalizamos nuestros sentimientos, así como su impacto en los que nos rodean.
Los medicamentos antidepresivos son particularmente efectivos en las formas moderada y severa o mayor. En cualquier caso, una depresión de este tipo siempre es desencadenada por una pérdida que habrá de ser bien entendida por la persona que la padezca a través de un proceso de psicoterapia que, considero, siempre habrá de acompañar al farmacológico.




