La belleza (tercera parte)

Guillermo Samperio

14/06/2013 - 12:00 am

La belleza nos ofrece una vaga o incomunicable especie de conciencia que exige ser aclarada por el pensamiento discursivo. Para Platón y Hegel la experiencia estética es una especie de peldaño de la filosofía. Otro punto de vista, más común entre artistas y místicos, es que la experiencia estética es un vehículo para alcanzar la verdad y que es superior al pensamiento racional o, por lo menos, el único utilizable en asuntos de trascendencia.

Todas las cosas, según el mito romántico de la unidad cósmica, se corresponden. Nos entrega una visión totalizadora: tanto la naturaleza como el hombre reconocen su mutua colaboración, y éste abandona cualquier rencor por los males causados por aquella en la vida del ser humano. Para los románticos el sueño es anterior a la belleza, o más bien la belleza proviene del sueño.

Pero si se supone que la experiencia de belleza nacida del estímulo de la lectura de un poema, la contemplación de una pintura, un bosque o un amanecer, puede darnos información acerca de esas cosas, encontramos que tales afirmaciones y datos pueden contradecirse entre sí: es difícil distinguir entre el sentimiento trascendental del pensamiento a la medida del deseo, que puede ser engañoso, aunque también, ocasionalmente, suele ser verdadero. El que estemos sujetos a determinados estados de ánimo es importante, porque puede tener consecuencias respecto de nuestras experiencias y de nuestra percepción del universo; sin embargo, el conocimiento que esto trae consigo no posee ningún carácter estético; sería, en todo caso, ciencia o metafísica. Cuando se considera que por medio de la experiencia estética obtenemos la verdad moral, los argumentos son semejantes.

Esta doctrina adopta dos formas: la primera se encuentra en Platón cuando postula que la familiaridad con la belleza de la naturaleza y del arte formal predispone, de cierta manera, a la moralidad; recomienda, para este propósito, las  fábulas y poemas moralizados, siendo esa misma actitud la de los siglos XVI y XVII y que más tarde  retoma Tolstoi.

Pero no es el arte imitativo en sí, lo que nos da la verdad moral; ni tampoco el más bello arte imitativo es el más efectivo. Sin embargo, lo que es irrefutable de esta teoría es la tesis de que la belleza puede servir tanto para moralizar como para corromper la conducta humana. De cualquier manera las experiencias estéticas no necesariamente tienen que moralizar. El hombre vive tanto en el mundo de los sentidos como en el del pensamiento, la estética busca la respuesta en un estado en el que el hombre se sustrae al imperio de los sentidos y al de la razón. Sin embargo, en opinión de Federico Schiller: “La belleza junta y enlaza los estados opuestos, sentir y pensar; y sin embargo, no cabe en absoluto término medio entre los dos. Aquello lo asegura la experiencia; esto lo manifiesta la razón”.

La teoría del sentimiento trascendental concibe la experiencia de la belleza no como propedéutica de la moralidad, sino como una forma más alta y profunda de ésta: define la experiencia estética como la satisfacción del impulso de juego, en el sentido de feliz armonía entre los impulsos sensible y lo racional y moral.

La doctrina del sentimiento trascendental sugiere que el significado de la experiencia de la belleza es sentimiento: el paisaje es un estado del alma. Sin embargo, si por trascendental se entiende que este sentimiento siempre va dirigido al universo entero, o a Dios, o a nuestros deberes, o que proporciona cierta especie de verdad acerca de tales cosas, es algo difícil de entender y de aceptar: trascendental no quiere decir que dicha experiencia consiste en un mero sentir, sino que significa y comunica algo de importancia excepcional; y entonces debemos descubrir su sentido.

Guillermo Samperio

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