Conocí a José Emilio Pacheco por sus deslumbrantes y entrañables novelas, Morirás lejos, Las batallas en el desierto, y El principio del placer, hace un montón de años, más o menos 40.
Lo conocí personalmente en la FIL de Guadalajara, no recuerdo bien si en la edición 2008 o 2009, lo que sí recuerdo con más claridad es que durante la misma feria se enteró, nos enteramos todos, que se le había otorgado el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el hombre era asediado por la prensa.
Lo ví pasar varias veces en el lobby del hotel en el que se encontraba hospedado, siempre acompañado de su poco menos ilustre mujer, de su bastón, y de un grupo más o menos numeroso de reporteros y fans. Se le veía aturdido, abrumado por tanta atención. Para mi era notoria, desde la distancia, su especial combinación de modestia/timidez.
Y va la anécdota que ilustra y da título a estas líneas: fuimos a cenar y al entrar al restorán nos encontramos de frente con el Maestro Pacheco (suena un poco raro esto último) quien iba de salida. Por supuesto lo saludamos, él y su mujer nos sonrieron con amabilidad. Cuarenta minutos después salimos del lugar y el Maestro y su compañera estaban sentados esperando su transporte que no llegaba, que no llegó. Le ofrecimos llevarlo en la camioneta que teníamos a nuestra disposición porque era evidente que se habían olvidado de él. Aceptó con dificultad y en medio de disculpas: “no se molesten, no queremos desviarlos ni entretenerlos, que pena, ¡que barbaridad !”, se instalaron sin mostrar ningún enojo hacia quienes tendrían que haberlo recogido, agradeciéndonos abundantemente el “aventón”.
Tardamos 10 minutos en llegar al hotel y sólo atiné darle las gracias a él por su literatura y expresarle el gusto que nos daba su premio. Sonrió y contó que estaba encantado y abrumado por la alegría que el premio había proporcionado a tanta gente. Nos despedimos. Guardo en la memoria su expresión de agradecimiento, su tímida sonrisa que se extendía a sus ojos resguardados y empequeñecidos por la alta graduación unos enormes lentes, que no lo parecían tanto en la gran y pálida cabeza del Maestro, grande como corresponde a la de un poderoso pensador; su palidez, la del encierro del intelectual.
La FIL se caracterizaba, se caracteriza, por ser una “feria de vanidades”. La cantidad por metro cuadrado de narcisos ultrapagados de sí mismos es extraordinaria. Sus miradas ávidas de reconocimiento ejercen una presión casi física y la mueca de ansiedad por la posibilidad de ser ignorados o ignoradas es vergonzosa, de pena ajena.
¿Y qué se le va a hacer?, a fin de cuentas los seres humanos buscamos, esforzada y agotadoramente, proyectar una imagen que resulte admirable para los demás. Lo hacemos por nuestra necesidad de aceptación y, en última instancia, de amor. De un amor que no sentimos por nosotros mismos, excepto aquellos seres que sólo son ellos mismos y su talento. Un talento que no requiere demostración: ahí está la obra, que surge de la necesidad de expresar, de comunicar. Sólo eso.
José Emilio Pacheco era un anti-narciso.




