a la memoria de Otto-Raúl González
Tengo un cuento que se llama “Te amo”. Me gusta mucho, porque es la anécdota de un joven que va a amar por primera vez: que va a decir “te amo” por primera vez. A mí me pareció… Además, que me costó mucho trabajo el final: porque tenía esta idea, nada más. Pero después llegué a la conclusión de que, años después, de que el amor era más grande que la persona. Es decir que, cuando estás enamorado de otra persona, ese amor te rebasa, se expulsa: sale fuera de ti, como esféricamente, y no lo puedes controlar. Ahí, al muchacho se le revela que el amor que tiene por la joven es más grande que él mismo. Y, entonces… Bueno, otro que me gustaba, y que a ti también te gusta, es “Dominó”, precisamente. Porque ahí intenté meter mucha musicalidad y qué bueno que tuve la sensibilidad de descubrir eso. Nadie lo había visto. Pues son los ejemplos que me vienen a la mente.
Existen algunos textos que de alguna manera ya no me pertenecen, ya son, digamos así, patrimonio de la humanidad pues ya son un tanto ajenos a mí. Uno de ellos es “Tiempo libre”, que es uno de los cuentos más breves que tengo; otro es “La señorita Green”; otro que yo no imaginaba que fuera a gustar tanto es “Rocío baila”. Bueno, el de las lombrices gusta mucho. Otro que igual me extraña es “Pasear al perro”. Hay uno que al principio me gustaba mucho, ahora ya no tanto, y ése es un cuento largo que se llama “Aquí Georgina”. Y quizá uno que atrae bastante, que han traducido mucho, es “Ella habitaba un cuento”. Son los que por el momento recuerdo, que ya me han comprado mucho en distintas partes del mundo.
Algunas personas me dicen que me gusta mucho estar de lado de los jóvenes y que me gusta mucho apoyarlos, lo cual, es cierto. Yo creo que la juventud en sí es bella. Y, cuando trabajé en una universidad, durante varios años, si andaba yo deprimido y veía a todos los jóvenes, ahí, en el campus, pues me animaban. Me re-animaban, era una vitalidad impresionante que yo recibía. Me imagino que, a medida que uno se va haciendo viejo, se apega más a los jóvenes. Quizá también sea una especie de miedo al transcurrir del tiempo; y quisiera uno aferrarse en la adoración a los jóvenes. Que era lo que yo le decía a mi hijo hace poco, que es muy joven y muy bello: que por qué entre más viejo me hacía yo, más me gustaban las mujeres jóvenes. Y luego le llaman a uno rabo verde. No, es una cuestión estética; o miedo al transcurrir del tiempo. Pero también, por otro lado, he comprendido, desde el punto de vista de la creación literaria, que hay experiencias que yo ya no puedo vivir, visiones que yo ya no puedo tener. Y que, si estoy cercano a los jóvenes, yo puedo aprender mucho de ellos, de lo que viene a futuro. Digamos, hay jóvenes muy frescos, pero hay otros que ya desde los diecisiete años ya están muy maleados: te pueden meter una cuchillada, en cualquier momento. Por eso uso, cuando voy con los jóvenes, un chaleco antibalas... No es cierto. Yo aprendo mucho de los jóvenes. Creo que un escritor debe aprender de su tradición, pero también de lo que va delante de él. Si no, se queda anquilosado. Y, si un escritor cree que ya llegó a la cumbre, aunque haya llegado a la cumbre, según la crítica, nada más va a estar repitiendo circularmente lo que ya logró. Y, como soy un inconforme permanente con mi propia literatura, busco en la juventud las nuevas visiones, las nuevas sensibilidades. Por eso trabajo mucho con jóvenes.




