
Es sabido que se pueden plantear argumentos sólidos para defender posturas contradictorias, para justificar actos reprobables y para sostener absurdos de cualquier tipo. La calidad del argumento poco tiene que ver con la validez de lo defendido. Al contrario, es la virtud de grandes oradores, brillantes polemistas, insignes abogados. Es un error confundir tales capacidades argumentativas con su cercanía a la verdad, aunque es sencillo caer en su garlito, seducidos ya no sólo por los malabarismos lógicos, sino por la forma en que se presentan.
Han pasado apenas un par de días desde el anuncio de Trump con relación a los aranceles que le cobrará al resto del mundo. Han bajado las bolsas de valores, la incertidumbre prima sobre el futuro inmediato, se llenan los noticiarios de traducciones de diferentes calidades y, sobre todo, llegan las andanadas de opinadores profesionales, ya sea para opinar sobre los anuncios, ya para predecir lo que sucederá. Su motivación debe ser la de los abogados, pues saben que su labor será recompensada de alguna forma.
Más allá de las explicaciones a lo que sucede (que son pertinentes, pues varios somos legos en asuntos arancelarios), llaman la atención los opinadores con poderes adivinatorios. Sobre todo, porque amplían el espectro de los posibles futuros de formas prodigiosas. En apenas unas horas, escuché o leí sólidos argumentos que pretendían demostrar que estaba por terminarse el mundo globalizado, que estábamos acudiendo al fin de un imperio o que era casi seguro que grupos de ciudadanos estadounidenses, aprovechando su acceso a las armas, estarían a punto de emprender una revuelta civil para derrocar a su mandatario. En el otro extremo, ciertos resignados a lo que viniera. A fin de cuentas, los cambios son algo positivo y la posibilidad de reinventar el comercio o las industrias siempre tiene algo de atractivo. Algunos mesurados sostenían que el propio mercado iba a regularse, como se supone que hace o que Trump tendría que desdecirse y rectificar toda vez que su anuncio no era más que una bravata tras la que el más perjudicado sería él. Leí una enardecida apología al tribalismo, a cerrarnos en pequeños núcleos, la necesidad del consumo local y la del consumo global, toda vez que había que proteger empleos sin importar el país de origen de las compañías.
Fui testigo, pues, como muchos, de argumentos en sentidos contradictorios elaborados a partir de premisas que, si no ciertas, eran, al menos, lógicas. Y no tengo problema alguno con la especulación a mansalva, pues ésta suele ser creativa. Mi conflicto radica en que muchas de estas voces se creen imbuidas por la verdad. Es decir, han convertido su doxa en episteme.
Más allá de los cambios que están por venir, de la transformación (o no) del mundo en que vivimos, de la reconfiguración de conceptos esenciales a partir de los cuales nos entendemos como humanidad y otras linduras, no puedo evitar preguntarme, toda vez que no puedo participar en la especulación arancelaria, cómo se convencerán estos argumentadores de que sus opiniones eran correctas cuando, tarde o temprano, acaben siendo deslegitimadas por la propia historia.





