
Fúlgido Estévez (cuyo nombre, evidentemente, es otro) me comparte sus tribulaciones. El fin de semana pasado, mientras veía los entrenamientos de sus hijos desde las gradas fuera del campo, recibió una llamada. Se fue a la parte superior y comenzó a escuchar a su interlocutor. En la cancha, metros más abajo, sus críos, junto con otro centenar de niños, pateaban la pelota. En las gradas, agrupados en diferentes formas, los padres veían el entrenamiento con mayor o menor atención. Unos platicaban con otros, alguno se aislaba frente al monitor de su computadora para trabajar. Nada, pues, fuera de lo común en esas jornadas de pases y carreras.
Mientras hablaba, Fúlgido Estévez se quedó mirando la lata de refresco acomodada al lado de una mamá que traía sus audífonos puestos y tecleaba furiosamente en su computadora. Cada tanto, levantaba la lata y le daba un sorbo. Lo que le llamó la atención a mi amigo fue el vuelo de la abeja, primero un tanto errático, como si quisiera reconocer en la lata a alguna especie de flor desconocida de colores brillantes y textura curiosa. Luego, más confiada, se paró sobre la parte superior y se estuvo acercando al agujero por donde se bebe (debe tener algún nombre esa parte de la lata, pero no lo encuentro) mientras, presumimos, se deleitaba con los azúcares residuales en torno a esa boquilla.
La osadía del himenóptero fue más lejos, pues pronto se metió dentro de la lata. La suposición es que, ahora, caminaba patas arriba sobre esa superficie de metal, pero uno no puede saberlo de cierto, quién sabe cuánto aguante la adherencia de sus patas en un medio como una lata de refresco. El caso es que fue, en ese justo momento, en que la madre de familia hizo una pausa, tomó la lata y se la llevó a los labios, dando un largo trago. Poco importa, pues, si la abeja seguía caminando o no, el flujo del líquido debió arrastrarla de la oscuridad de la lata a la oscuridad de la boca de la mujer quien, de inmediato, se puso a toser y a tomarse la garganta. Su computadora se le cayó del soporte de sus piernas pues se incorporó un poco.
Fúlgido Estévez se sintió culpable. No sabe si habría bastado el grito para impedir el recorrido de la lata de la grada a la boca, pero ni siquiera lo había intentado. El pretexto es que él mismo estaba en una llamada de trabajo y que su percepción de los movimientos del insecto lo tenía embelesado. Así que no pudo salir de su pasmo a tiempo.
Volteó a ver hacia otro lado sólo para descubrir a dos niños pequeños, menores a los que entrenaban en ese momento, acaso hermanos de alguno de ellos, riéndose por la tragedia. Ellos, pensó Fúlgido, no estaban absortos, sino que disfrutaron la aventura de la abeja y el cruel desenlace de la computadora. Al menos, gracias a la nube, esos archivos suelen estar en condiciones de ser recuperados pronto.
La duda de Fúlgido Estévez radica pues en un asunto moral. Él no es malo y lo sabe. Quizá tampoco demasiado bueno. Alguna vez alguien se tropezó delante de él y no corrió a auxiliarlo. Tampoco lo rehuyó, sino que caminó lento, dando oportunidad a que alguien más se ocupara de la ayuda. Quizá su maldad se esconda en algún tipo de escrúpulo, en una reacción tardía o en el pasmo. Lo peor de todo, es que él cree en el Karma. Lo que significa que, a partir de ahora, no beberá refresco de lata o mantendrá un dedo en ese agujero sin nombre. Si lo pica una abeja exploradora, él sentirá que lo merece.





