
La convocatoria de movilización nacional de este 15 de noviembre ha puesto sobre la mesa la pregunta: ¿La llamada Generación Z per se es de derecha o es una generación con características sociológicas y políticas singulares que la hacen completamente distinta a las que le precedieron y, por lo tanto, tiene sus propias formas de expresarse?
Y podríamos desprenderlo de las tesis asociadas de pensadores tan disímbolos como Pierre Bourdieu con su “habitus digital” o Zygmunt Bauman y su “modernidad líquida” o Boaventura de Sousa, con la llamada “epistemología del sur”.
Vamos, tendríamos que ir más allá de la fácil, la desgastada y concluyente matriz explicativa izquierda-derecha, o de los clichés que se han producido alrededor como una generación “hiperconectada, apática o progresista por naturaleza” sin considerar sus identidades.
Pero vayamos al punto. Esta generación es aquella que genéricamente nació entre 1997 y 2012, es decir, es la de los jóvenes que hoy cuentan entre 13 y 28 años y que, en México en 2025, según INEGI, suman aproximadamente 30.4 millones que representan un poco más de la cuarta parte de nuestra población y donde el 50 por ciento no realiza actividades económicas formales y se calcula que en el otro 50 por ciento, existe un 54.5 por ciento, que sobrevive en la informalidad.
Esto significa que si el trabajo formal es un eje central de las expectativas generacionales sólo un pequeño porcentaje de estos jóvenes lo tiene y el resto, en el mejor de los casos, tiene un trabajo precario, informal, con salarios y prestaciones limitadas.
Es decir, tienen limitaciones estructurales de absorción laboral que frustra porque no se cumple sus expectativas de movilidad social, estabilidad económica y en última instancia, la posibilidad de tener un proyecto de vida independiente. ¿Cuántos padres actualmente no están viendo que sus hijos aun con preparación técnica o universitaria no logran un empleo que les permita ser independientes y capacidad de sufragar sus gastos sean solteros o casados?
Evidentemente está generación que ha atravesado la gestión de Zedillo a Sheinbaum y de tres partidos políticos del PRI a Morena, son el producto generacional de unas políticas públicas incapaces de generar los empleos con salarios dignos que estos jóvenes necesitan y, por lo tanto, es un fracaso de la política.
Sean los neoliberales o los populistas de izquierda, todos ellos, se han visto impotentes para satisfacer esta demanda de millones de jóvenes que llegan a la mayoría de edad sin que cuenten con una puerta de entrada a un mercado laboral cada día más selectivo y competitivo.
Y sucede cuando estos jóvenes frecuentemente tienen mayor escolaridad que sus padres y permanecen con ellos esperando que la “situación mejore” mientras construyen comunidades digitales catárticas donde intercambian puntos de vista sobre su situación y la de su país.
La generación Z es políticamente muy crítica y participan en protestas colectivas y ciberactivismo por la gran desconfianza que tienen de los gobiernos, y los confrontan con un lenguaje emotivo y estético mientras enfrentan los desafíos de la precariedad y la cooptación partidaria.
En otros países de Latinoamérica ha llegado a ser factor de cambio en cuanto cuestionan el statu quo de la desigualdad y el legado neoliberal.
En Chile, por ejemplo, estos jóvenes encabezaron el estallido social de 2019 que llevó a la Presidencia a Gabriel Boric con el lema del relevo generacional; en Colombia, su papel fue decisivo en el Paro Nacional de 2021, cuando se movilizaron a través del TikTok y Twitter contra la violencia policial; en Argentina, la llamada Marea Verde y los movimientos feministas juveniles, lograron un cambio histórico: la legalización del aborto. No se diga en Europa, EU y Asia con los movimientos ambientalistas o contra la guerra en Gaza y Kiev.
Es decir, la juventud latinoamericana, con estos posicionamientos vive entre la rabia y la esperanza, indignada por la desigualdad, pero consciente del poder simbólico de su movilización. En todos estos casos, la cultura digital es su rasgo distintivo.
El caso mexicano reclama, además, una atención particular pues los miembros de esta generación crecen, además de las limitaciones mencionadas, en un entorno marcado por la violencia y la desconfianza institucional.
Ya lo decíamos, la mayoría de este rango de edad no realiza actividad económica formal pues, en el mejor de los casos, están en la informalidad y peor, muchos de ellos son “levantados” o reclutados por las organizaciones criminales, incluso son jóvenes los que las dirigen y matan a otros jóvenes. Vamos, es el segmento social que está poniendo los muertos, desaparecidos...
Este contexto condiciona su relación con la política y es que la precariedad e inseguridad erosiona la confianza, pero, es justo reconocer, que impulsa también formas creativas de expresión política. Las redes sociales son los nuevos foros de debate y denuncia. Movimientos como los feminismos, estudiantiles o activismo ambiental, los colectivos digitales y los grupos de defensa LGBTIQ+, han encontrado en esta generación a sus principales voceros.
Sin embargo, su acción política se caracteriza por la intermitencia y la emocionalidad a través de campañas virales, y son fugaces con un fuerte rechazo al establishment.
Nuestra Generación Z es política en el sentido cultural y moral, menos institucional, pues se moviliza frente a la injusticia, pero no necesariamente en torno a un programa político-ideológico. De ahí que su reto sea transformar la conciencia digital en poder político sostenible.
En definitiva, la convocatoria de exponentes de la Generación Z para que este 15 de noviembre se movilicen en las principales ciudades del país es alentador por qué ocurre justamente en un momento crucial entre violencia criminal y políticas públicas crecientemente militarizadas.
Esto ha puesto nerviosos al poder público y la oposición se soba las manos al ver el río revuelto que es ganancia para pescadores. Las experiencias en otros países han contribuido a cambios políticos, mientras en México los jóvenes han sido dañados por las políticas de militarización y cooptación violenta por los cárteles del crimen organizado.
Basta recordar que fue un un muchacho de 17 años que quitó la vida al joven Carlos Manzo, quien se desempeñaba como Alcalde de Uruapan.
Un caso que rápidamente impactó no sólo en la prensa nacional, sino en la internacional, pues, mostró el nivel de violencia en que se desenvuelve el país y lo fallido que han sido las estrategias para reducir sus niveles y el impacto entre los jóvenes lo que le da sentido a esa marcha que no terminan de entender los políticos de la tercera edad y, menos, los impresentables de los últimos escándalos.





