Naufragios

05/01/2014 - 12:00 am

Te puedo sugerir que inicies tu cuento con la imagen de aquella tarde lluviosa. Te pusiste la gabardina, tomaste el paraguas, harto de que no amainara esa lluvia de hora y media.

-¿Vas a la tienda?

Te preguntó Mauro, uno de tus tres compañeros de depa, que seguro te quería encargar cerveza, pero no le contestaste.

Bajo el quicio de la puerta del edificio tardaste rato en decidirte a entrar en esa cortina gris, húmeda, llena de gente que corría presurosa, cubierta con lo que se podía, pero finalmente abriste el paraguas y lo hiciste con el valor que te dio saber que valía la pena, no siempre había un día así y menos alguien así.

El autobús tardó siglos en pasar y todas las lluvias de agosto parecían reservadas para ese puto día nueve. Pinche Guadalajara y su olor a tierra mojada.

Claro que el autobús tenía que venir semivacío, no se porque usaste esa cara de extrañeza cuando viste dos mujeres intercambiando mitotes en los asientos delanteros y una pareja de adolescentes besuqueándose en los del fondo, si hasta el chofer te dijo que qué ocurrencia de alguna gente de salir en un día así y tú como que le quisiste sonreír, pero te ganó tu eterno gesto de naufrago existencial, por eso te dio casi de mala gana el vuelto; a nadie le gusta ver alguien en una isla y que no quiera ser rescatado.

Durante el trayecto ocho o diez perfectos anónimos, gente sin nada que ameritara recordar, subieron y bajaron antes que tú, temeroso porque la lluvia aceleraba la llegada de la noche y te daba pavor que el telégrafo te cerrara las puertas en las mismas narices.

Pero no y la mujer que te extendió la forma ni siquiera se dignó a mirarte, prefirió hacer un sordo coro con Roberto Carlos el gato que está en nuestro cielo no va a volver a casa si no estás, no sabes mi amor que noche bella, presiento que tú estás en esa estrella. Apenado por el atrevimiento, entregaste el mensaje: diecisiete felicidades escuetas.

-La tarifa normal es por once palabras – te dijo regresándotelo, por si querías modificarlo.

-Cumple 17 años, no importa el precio –se lo diste de nuevo, como explicando.

-¿Y tú cuántos tienes?

-19 –respondiste.

-Estás perdido, lindo, se te nota en la mirada, debe ser muy bella.

La mujer te volvió a ignorar, sacó las cuentas, cambió la canción tu eres mi amigo del alma. Hubieras querido decirle es la mujer más bella del mundo, pero la timidez te hizo un nudo en la garganta.

Vuelta al diluvio, al camión solitario, a ver por la ventanilla a Guadalajara chapoteando y en la radio suuuuuuuu súper estéreo…canal cincuentayochooo…maravilloso, Elton John dejaba caer las notas de Your song para que se integraran a la lluvia, and you can tell everybody this is your song,  al paisaje, It may be quite simple but now that it’s done
I hope you don’t mind,
y a tu profunda melancolía, I hope you don’t mind that I put down in words
how wonderful life is while you’re in the World,
  que sabía a mar, a ese mar distante al que habías lanzado desde el telégrafo una botella con mensaje.

Adivinaste que en el depa había una buena peda cuando al cerrar el paraguas y buscar las llaves en tu bolsillo escuchaste que interrumpían el Corrido de Mazatlán para ponerlo de nuevo.

Mauro, Juan y el Chato, tus grandes amigos ¿qué harían ustedes sin ustedes? La hielera repleta de cervezas presidiendo la sala. La novia de Juan: gordita, aparatosa, con sus frenos eternos. Simpática. La amiga finsemanesca del Mauro, vandálica, con su imprescindible toque en los labios carnosos, cachondos, como era ella. El Chato y las dos vecinas que ocasionalmente les daban aventón a la universidad, fuera de sitio las dos ¿cómo es que se rebajaron a estar con ustedes esa noche, ellas, tan finas?

Cosas raras pasaron y sé que en contra de tu voluntad. La noche estaba diseñada de esa forma y ni queriendo hubieras podido hacer algo por transformarla. La lluvia tuvo culpa, la cerveza tuvo culpa, la mota de Mercedes, la amiga finsemanesca de Mauro, tuvo la culpa, la curiosidad de Brigitte, la mayor y más bella de las hermanas vecinas, con esa cabellera castaña que le daba hasta la cintura, tuvo la culpa, la fecha en el almanaque tuvo la culpa, tu nostalgia crónica tuvo la culpa, Cat Stevens y su mundo salvaje fue el último culpable. Después de bailarlo todos los caminos conducían a tu recámara y la pelota de basketbol en la cama era un testigo incómodo que fue a parar con sus rebotes de lamento en el suelo.

¿Te acuerdas que te despertó el insistente timbre del teléfono? Eran cerca de las once de la mañana, el depa apestaba a alcohol, tabaco, a la yerba de Mercedes y proseguía la lluvia en ese sábado que se vaticinaba fatal. Los cuates jetones. Contestaste y era ella desde su casa en el soleado Mazatlán.

-¿Está Paco?

-¡Hola Magda, soy yo!

Hizo un silencio.

-¿Magda?

Si la hubieras visto te habría arrobado la misma emoción que te provocó cuando acudió a una cita con zapatos del mismo estilo de los que tú siempre has usado, pantalones de mezclilla, como los tuyos, camisa a cuadros idéntica a una tuya y te dijo que vestía así para saber por un día qué se sentía ser Paco Robles. Ese día también se le había pegado la gana ser tú. Tenía, además, el telegrama en la mano, leyendo y releyendo una y otra vez ese mensaje en cierta forma autista.

-Paco –te dijo-, recibí tu telegrama. Gracias.

-No, gracias de qué – dijiste queriendo decir otras cosas, pero ellas no acudieron a ti.

-Gastaste de más para decirme una sola cosa –te dijo entonces y tu caos no te permitió ver que en ese reclamo había una necesidad de escucharte decir algo. No sé, que la querías, peor aún, que la amabas. O mejor, que estabas perdidamente enamorado de ella. Eso era lo que esperaba, créemelo, que le dijeras todo eso que guardabas con desmedido celo.

-Eso era lo que quería decir- respondiste cual idiota.

¿Te acuerdas cuánto te gustaba ese acento triste de su mirada? En ocasiones le dijiste que su rostro delataba que llevaba varias reencarnaciones y eso a ella le parecía fascinante. Hubieras visto como su mirada se invadió con una tristeza más ancestral que la que tú descubrías. Como la nubló por siempre tu patética condición de no darte a los demás. Tu absurda pretensión de ser siempre el que recibe.

-Si eso era todo, gracias de nuevo. Adiós Paco.

-Hasta luego, Magda.

-Dije adiós –y colgó.

Fuiste un idiota. A los 17 años, por mucho que se tenga un ancestral acento triste en la mirada, los postores abundan, sobre todo cuando se tienen unas piernas, una cintura y unos pechos que iluminan más que una mirada triste. Suena cruel, pero esto fue en resumidas cuentas lo que siguió en aquella habitación de Mazatlán: la ropa de Paco Robles fue a parar con aventones malhumorados en el  cesto de la ropa sucia. Hubieras visto ese cuerpo desnudo que quedó cuando te sacó de encima. Nunca lo verías jamás en tu vida, amigo Paco, nunca.

Para rematar te bañaste presuroso. Te metiste en los pants y la chamarra de tu equipo de basket y corriste indebidamente a casa de Brigitte. ¿Qué caso tenía?  Ella sabía que irías a buscarla, pero no tan pronto, que dejarías pasar unas horas más, quizá el fin de semana,  para que las aguas se estabilizaran. Se estremeció cuando abrió la puerta y te vio ahí, empapado bajo la lluvia incesante. No tienes idea de la clase de descarga eléctrica que provocó tu zonza mirada de niño extraviado. Debiste ver dentro de sus ojos, pero no.

-Pasa, Paco, te estás mojando – te dijo cariñosa.

¿Sabes Paco?, cuando otro se preocupa por ti, sea hombre o mujer, sea un niño, adulto o anciano, es porque le despiertas cariño. Debiste haber pasado y callarte la boca. Que te llevara a la sala y tomaras esa toalla que te daba para que te secaras y conocieras a su mamá, que era tan bella como sus hijas, tú la seguiste un día por todo el supermercado, maravillado ¿lo recuerdas? Ella seguro te iba a poner el disco de Marco Antonio que te gustaba oír en cassette cuando las hermanitas les daban aventón a la universidad, pero no. Ahí, desde la puerta, sin importarte por el diluvio que caía fuiste un idiota al decirle.

-Vengo a decirte que lo de ayer fue un accidente, no sé qué me pasó y no volverá a pasar.

Te puedo sugerir que inicies tu cuento con la imagen de aquella tarde lluviosa. Te pusiste la gabardina, harto de que no amainara esa lluvia de hora y media. Es una sugerencia, tú decides si vale la pena. Y puedes empezar diciendo: “Ese día él mandó un mensaje en una botella, pero no decía nada”.

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