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Benito Taibo

07/06/2015 - 12:00 am

Futuro

Decía Charles Lyell, el considerado padre de la geología que “el presente es la clave del pasado”; y tenía toda la razón. Podemos encontrar hoy en piedras y lechos de ríos secos, por ejemplo, esos vestigios claros de cómo fueron en tiempos remotos ciertas cosas y los drásticos cambios o sutiles diferencias que las han […]

Decía Charles Lyell, el considerado padre de la geología que “el presente es la clave del pasado”; y tenía toda la razón. Podemos encontrar hoy en piedras y lechos de ríos secos, por ejemplo, esos vestigios claros de cómo fueron en tiempos remotos ciertas cosas y los drásticos cambios o sutiles diferencias que las han llevado hasta nuestros días.

Hay infinidad de rastros que para un observador agudo no pueden pasar desapercibidos y que muestran contundentemente el pasado más remoto, y que sirven para demostrar también, la evolución de seres vivos, como fue observado en su momento por su colega y amigo, Charles Darwin.

Desde que el hombre pobló la superficie terrestre y tuvo consciencia plena de su impronta sobre el entorno, su capacidad de raciocinio y sobre todo, de su poder para crear belleza, cientos de miles de obras, han sido creadas para dejar huella de su paso por el tiempo y el espacio que le tocó vivir.

Esos hombres prehistóricos que dejaron impresas en las paredes de las cuevas de Altamira, lo que veían a su alrededor, con una enorme dosis de ingenuidad, no tenían idea del asombro que provocarían en los espectadores de nuestro tiempo.

Pero no estoy seguro que estuvieran pensando en nosotros, ni siquiera en sus hijos o en sus nietos; no hacían sus obras para la posteridad, pues. Sencillamente estaban “retratando” (por decirlo en términos muy coloquiales y modernos) lo que tenían a la vista. Cómo nosotros fotografiamos hoy desde los momentos más íntimos de nuestra existencia, a las grandes maravillas que se despliegan ante nuestros ojos.

Entender a los habitantes de Altamira es una tarea imposible; nos separan siglos de evolución del pensamiento y de la comprensión del arte, e incluso de los cánones que rigen o intentan explicar la belleza. Supongo que será igual de imposible, dentro de dos mil años, que alguien del futuro nos entienda a nosotros.
Porque aparejada a la belleza, el ser humano ha ido concienzudamente creando destrucción; perfeccionando métodos de crueldad extrema y armas mortíferas para exterminar al vecino, al enemigo, a los “otros”. Y a los que esos “otros” han construido.

Recuerdo un apasionante cuento de ciencia ficción que leí de adolescente, en alguna antología y del cual no recuerdo el nombre ni el autor, y sin embargo, se me quedó muy grabado en la cabeza (y pido por esa falla de memoria una disculpa).

Un arqueólogo en el año 3500 accede, después de muchos trabajos, hasta una cámara subterránea que guarda los vestigios de una vieja civilización desaparecida para siempre.

Y escribe en su diario lo que va encontrando, compartiéndolo con nosotros.

Y dándole interpretaciones a lo que va desenterrando laboriosamente. Así, localiza un yugo de material indescifrable (una aleación cerámica y plástica) que él presupone fue usado para fines ceremoniales por los jefes de esa tribu.

Y en el momento de mayor solemnidad ante su descubrimiento, se lo pone sobre los hombros, sintiéndose transportado en el tiempo, rememorando las viejas glorias de esa civilización perdida en el tiempo.

Y pronto, descubrimos que lo que el arqueólogo lleva en los hombros, es ni más ni menos que el asiento de un retrete de nuestros días.

Me parece que es una metáfora poderosísima acerca de nuestros violentos tiempos, donde persistentemente se ha ido echando al retrete de la historia mucho de eso que nos hace los humanos que creemos ser.

Me preocupa mucho lo que encontrarán sobre nosotros los habitantes del futuro que no conoceremos.

No dejaremos, al paso que vamos, una huella fiel, noble, precisa, de lo que el ingenio humano y su capacidad para crear belleza han construido penosamente a lo largo de los siglos. Los bárbaros, por ejemplo, ya están a las puertas de Palmira en Siria (la antigua ciudad que conserva testimonios bellísimos de arquitectura desde el año 32 de nuestra era) y amenazan con destruirla por considerarla idólatra.

En el futuro, tal vez, sólo dirán de este terrible tiempo, que fue habitado por salvajes.

Y eso me llena de una enorme tristeza.

Pero no estaré allí, igual que el resto de los humanos de este siglo, para pedir perdón a nombre de todos.

Pero eso no es, de ninguna manera, un consuelo.

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