En años recientes la ultraderecha ha sostenido que está en una “batalla cultural”. Esta supuesta contienda sería por defender las ideas del conservadurismo tradicional, es decir, una idea de Nación que excluye por la apariencia física a los no-blancos y a los inmigrantes; la religión católica con su condena a la reproducción elegida y los géneros como preferencia; la fe en que existe un individuo autónomo que es responsable único de su destino en medio de toda una sociedad que hace cálculos de costo-beneficio hasta para decidir sobre sus relaciones amorosas; y por último, un estilo de vida basado en el consumo y el desperdicio. Así, la supuesta “batalla cultural” es una apología del viejo régimen con su racismo, pensamiento único, individualismo, y avaricia pero planteado con un lenguaje de rebeldía. Esta sería una más de sus contradicciones: plantear que la defensa de los más rancio de nuestra sociedad jerárquica, sumisa, y que admira al poderoso y desdeña al vulnerable, es una forma de novedad política que encarna el inconformismo. Esta ultraderecha se disfraza de moderna porque ve a la tecnología como un talismán mágico que resolverá todo, se abraza al comercio electrónico como signo de identidad personal, y plantea que la reducción del Estado es para acabar con la corrupción, que la privatización hasta de las calles y el agua es para desarrollar la innovación, que el fin de la Historia es para ya no hacer política porque las sociedades serán para siempre eternamente capitalistas y liberales, que primero hay que hacer crecer el pastel para luego empezar a pensar en repartirlo, que las desigualdades son buenas porque estimulan el esfuerzo de los que están hasta abajo, y que la soberanía nacional ya no existe porque cosas y dinero transitan libremente por las fronteras. Eso que hace cuarenta años se planteó como modernidad y pensamiento único, promovido desde las universidades, los medios masivos de comunicación, y las políticas públicas, ahora es el pasado abyecto de una sociedad que nunca llegó, no obstante que la mayoría se sacrificó, aguantó, y acabó por casi no poder comer, comprar una casa, o atender su propia salud. La ultraderecha plantea ese pasado como el último grito de la moda y piensa que con una disfraz de rebeldía, como tomar una motosierra, puede plantear el futuro. Ese quizás es su principal desventaja ahora, que sigue planteando futuros personales y no compartidos.
En este momento, hay dos polos de esa supuesta “batalla cultural” en América: el trumpismo, es decir MAGA con su vocero en Argentina, y el México de la 4T. Al plantear que es una contienda “cultural” lo que trata de evadir la ultraderecha es aceptar que es una disputa política entre ricos y pobres, no entre “libertarios” y “zurdos de mierda” o entre generaciones definidas, como los horóscopos, por su fecha de nacimiento, o entre gente que produce contra el Estado parásito. No. En realidad los ejes de esta confrontación no son sólo culturales o ideológicos sino de hacia quienes están dirigidas las políticas públicas y cómo esos grupos encuentran su representación política. Un ejemplo útil es contrastar a la Argentina de Javier Milei con el México de la 4T.
Veamos sus resultados. En el caso del gobierno de ultraderecha de Argentina, tenemos a un sólo sector económico beneficiado: las finanzas. Los que hace dinero del dinero, es decir, de especular con la avaricia ajena, son los ganones del régimen de Milei. La industria ha perdido casi 40 mil empleos, se han cerrado cerca de mil plantas de manufactura, la metalurgia tiene un impuesto de parte del Estado ---que Milei supuestamente iba a enterrar--- del 32 por ciento (el doble que en México), 33 por ciento de impuesto a la agricultura, y unas jubilaciones de 250 dólares al mes cuando unos jeans cuestan 150. El grupo social que sigue votando por Milei es el de los jóvenes de bajo nivel educativo a los que no llegan ninguno de los programas sociales, los desempleados, los policías y soldados, y los trabajadores independientes que no tienen ni seguridad social ni apoyos estatales. A estos corresponde la idea de la motosierra cuando lo que se plantea como futuro es destruir al Estado y que a los demás les vaya tan mal como a mí, es decir, que nadie tenga ayudas del gobierno para que aflore el mérito y el esfuerzo, para que nadie le deba nada a nadie. Es, pues, un electorado que se hizo de ultraderecha durante la pandemia cuyo confinamiento obligatorio vió como una restricción a su libertad y, de ahí, pasó a que era el gobierno el que se llevaba la riqueza que ellos producían. No el patrón capitalista. No los fondos buitres que ahogan a Argentina con sus tasas de interés impagables. No el FMI. El gobierno era el enemigo a descuartizar y sus beneficiarios fueron representados como vividores del dinero público. Pandemia y ultraderecha van de la mano. Hay una idea de contagio y de organismos ajenos invadiendo un cuerpo que no les corresponde. Dice Judith Butler sobre esto: “En ese contexto de “ansiedad “ y “temor “, el “género” se presenta como una fuerza destructiva, una influencia extranjera que se infiltra en el cuerpo político y desestabiliza la familia tradicional. De hecho, el género llega a presentar, o se vincula, con todo tipo de “infiltraciones” imaginadas en el cuerpo nacional: los inmigrantes, las importaciones, la alteración de la economía local por los efectos de la globalización”. Yo le agregaría la idea del contagio. Los pobres, los morenos, los indígenas, los gays, son capaces de difuminar sus características en el cuerpo social como una pandemia. Por supuesto es el ojo de quien los repele el que está ya contaminado de odio e inseguridades, pero la fobia a estos grupos la podemos ver incluso en la relación que la propia derecha hizo entre pobreza y delincuencia: sólo los pobres roban, sólo los morenos se van al crimen organizado. Los blancos y clase media jamás aceptarán que lavan dinero y compran facturas falsas y cocaína. También la comunidad LGBT y más es la única promiscua, es la única con enfermedades de transmisión sexual, es la única que aparatosamente nos impacta la inocente vista del paisaje. Hay un dicho entre los ultraderechistas que dice que ellos son superiores en todo a los demás, hasta en lo estético. ¿Qué quiere decir eso? La blanquitud como disposición mental hacia un imaginario europeo o norteamericano donde sólo hay blancos, lleva a la idea de los genes superiores: lo rubio, los ojos redondos, la nariz recta, los labios delgados. Esa misma blanquitud, es decir, la mente convencida por su opresor de que es inferior, lleva a amoldarse a los parámetros de lo bello global: todo lo que se asemeje a la estética indolora de unos audífonos blancos y tersos de Mac, Sydney Sweeney y sus jeans buenos, las curvas de los imposibles cuerpos de las películas.
La 4T de México es, en contraste con el argentino, un rescate del Estado mexicano. Sus principales beneficiarios son las familias que fueron orilladas a la pobreza por la contención de los salarios y el uso electoral de los programas sociales. La 4T aumenta el salario en 135 por ciento en siete años y despliega una gran cantidad del presupuesto del gobierno en ayudas directas, sean pensiones, becas, o empleos de reforestación, pero sin intermediarios para evitar que las dirigencias se queden con todos los recursos. Como en México los hogares tienen generalmente dos ingresos, uno formal y el otro informal, lamentablemente este último es de las mujeres de la casa, con ese doble componente, digo, es que aumentar los salarios y hacer de las ayudas gubernamentales derechos sociales en la Constitución, es que se saca de la pobreza a 13.5 millones de mexicanos. La CEPAL ha dicho en estos días que, de cada cinco latinoamericanos que salieron de la pobreza en años recientes, tres son mexicanos. Se han revitalizado empresas del Estado como Pemex y Electricidad, pero también, al aumentar el consumo, benefició a los comerciantes y a los servicios. La industria de manufacturas será la siguiente en ser beneficiada por la 4T con el Plan México y los polos regionales de la relocalización de proximidad geográfica con Estados Unidos y Canadá.
Así, si contrastamos ambos resultados, tenemos que, más allá de la supuesta “batalla cultural”, lo que tenemos es a grupos beneficiados y otros perjudicados. En el caso Argentino los beneficiados con desregulaciones y exenciones de impuestos son los corporativos financieros, las especulaciones inmateriales e inmediatas del comercio electrónico y las apuestas de las casas de bolsa. En el de México, un entramado más complejo de los pobres y los comerciantes, el turismo, los industriales, sobre todo, inversionistas extranjeros. En Argentina se alienta la revancha de desprotegidos contra pobres organizados mientras se generan ganancias de deuda, criptomonedas ---de la que el propio Presidente es dueño--- y las casa de bolsa. En México se hace justicia con los derechos sociales y, de paso, se propicia el comercio interno. Así los resultados, sin batallas en el desierto.
Pero vayamos a ellas. Usando la ideología del pensamiento único, es decir, el del final de la Historia y, por tanto de la supremacía del neoliberalismo por sobre cualquier idea de sociedad futura, Milei casi desapareció instancias del gobierno vinculadas a su pueblo: Educación, Salud, Trabajo, Ciencia, Cultura, Desarrollo Social, Derechos Humanos, y de Género. Hay una santificación de los personal, su esfuerzo y mérito, contra un demonio que es lo colectivo, es decir, como si la mejora individual no fuera imposible sin una red social de apoyo. Lo que tenemos en la famosa “batalla cultural” no es algo material sino emotivo: miedo y odio hacia los derechos que yo no ejerzo. La gente de bien a la que nadie le ha regalado nada, es este principio de despolitización al que los argentinos llaman “mejorismo”. Los que reciben programas sociales son “vagos” que no trabajan, en la versión estigmatizante, o “manipulados” que viven engañados, en la versión victimizante. Quienes se identificaron con esa figura del emprendedor solitario que se rasca solo fueron los jóvenes argentinos que trabajan precarizados en plataformas como Rappi, los vendedores ambulantes, que se dicen autónomos en sus horarios y en sus ingresos. Son los combatientes de esa guerra contra el Estado. Que ---hay que decirlo--- no es una lucha contra la parte del Estado que domina y reprime, sino contra la que redistribuye la riqueza. De hecho, hablando del Estado son sus mecanismos democráticos los que molestan a la ultraderecha. Como escribe el filósofo francés, Étienne Balibar en un ensayo reciente sobre este tema: “Dado que el Estado y la Ley encargados de realizar la discriminación son vistos ellos mismos como unas autoridades frágiles, cuya legitimidad puede ser cuestionada o cuya soberanía se puede llegar a tambalear, la regla de la exclusión es permanentemente expuesta a usos perversos. Se ve en especial en las sociedades contemporáneas donde el racismo y la xenofobia no resultan tanto de conflictos de intereses reales entre comunidades cultural o históricamente extrañas, como de mecanismos de proyección de las angustias sociales de minorías y, cuando gana elecciones, de una mayoría de ultraderecha”. La regla de la exclusión es así un llamado que la ultraderecha le hace al Estado para que no permita, por ejemplo, que crucen las fronteras los migrantes sin papeles o que la policía haga algo cuando dos gays se besan en público o, ya en el colmo, cuando una mujer amamanta a su bebé en una plaza pública. Les encantaría que el Estado usara su fuerza para prohibir y excluir y, a veces, ellos mismos toman esa misión mesiánica en sus manos y ejercen la violencia.
Hay, por último, un rasgo de las “batallas culturales” a las que juega, como en un videojuego hecho de redes sociales, la ultraderecha mundial. Me refiero al del apartidismo. No somos de ningún partido, dicen los ultraderechistas porque, en su culto a la supuesta autodeterminación, su posición política debería provenir, no de una ideología, un programa, o incluso una demanda social, sino de su personalidad. Es una identidad sin representación posible. Sin mediación. Con mediación me refiero a la acción de relacionar, de dar sentido y significado, de crear puntos medios que fusionan extremos; hacer accesibles en el lenguaje, la imagen y el ritmo las abstracciones que de otro modo no estarían disponibles para nuestra percepción sensorial, como la “justicia” o el “valor” o la “soberanía”. Eso es lo que hacen los partidos políticos, sus dirigentes, sus concentraciones masivas. Median, es decir, relacionan nuestra vida personal con la idea de un comunidad, de una continuidad, del futuro compratido. De eso carece la ultraderecha con su discurso apartidista porque, para ella, también las organizaciones políticas, ideológicas, y hasta sindicales son contaminantes en el cuerpo sagrado de la sociedad civil, esa que no hace política sino sólo mejoras personales. Urgencia y proximidad serían sus valores y, por lo tanto ---ah, qué pena--- la política con sus procedimientos, consignas, mentiras y desmentidos, no logra encapsularse en tu personalidad del momento, en tu historia de Instagram o en tus videos de Tik Tok. Es una lástima porque, si la política fuera divertida, sería un espectáculo. Si fuera inmediata, sería un retuit. Y si fuera parte de ti, sería terapia. No política. Pero de ese odio a la organización partidista, tan indispensable para condensar demandas y aspiraciones de las sociedades, nace el vano espejismo de un muégano de personas que podrían expresarse sin necesidad de asistir organizados a un mitin o a una elección o a un reféredum. De ahí que, cuando se junta la izquierda, siempre digan que son acarreados. El apartidismo es anti-ciudadanía, anti-política, y anti-democracia. No hay tal cosa como política desde una red social. La política es la de la calle y casa por casa, nace del contacto entre un imaginario y la realidad material que son las personas, sus orígenes, su geografía, su familia y trabajos, sus miedos y esperanzas. Este odio a la mediación, al tiempo que requiere, lleva a la ultraderecha a confundir la franqueza, el literalismo, y la crudeza grosera e insultante con la autenticidad o la sinceridad. Las cosas como son, parece decirnos al urgirnos a decir “nuestra verdad”. En el discurso partidario ellos sólo pueden escuchar simulación, engaño, y ocultamiento de intereses que jamás logran adivinar si no es a partir de sus propios prejuicios. Porque ---hay que decirlo--- la ultraderecha no sabe lo que es la paciencia, la distancia, circunnavegar, distorsionar con imaginación y atención prolongada. Por eso creen que repetir mentiras las convierte en demostraciones de algo. Por eso no han podido tener un proyecto nacional que no sea alimentar el miedo y las inseguridades desde la pandemia. La ultraderecha no entiende que la mediación es crucial para imaginar diferentes marcos de valor, significado, representación y colectividad. Que la Patria es, sobre todo, imaginarla.





