Perros (primera parte)

Guillermo Samperio

25/01/2013 - 12:02 am

Debo confesar que de niño, de unos cinco años, me gustaban más las jirafas que los perros; me hubiera agradado tener en mi cuarto una jirafa enana como los caballos tienen sus ponis. Al menos eso sentía cuando mis padres me llevaban al zoológico de Chapultepec. Las ardillas eran ridículas.

Yo tenía ya unos diez años, vivíamos en Maravatío, de la colonia Clavería, una casita de dos plantas, con un espacio grande al frente que jugaba el papel de patio y de estacionamiento; entonces, sin avisarnos ni a mis cinco hermanos ni a mí, mi padre, de nombre William, entró a la casa y nos pidió que saliéramos pues nos tenía una sorpresa. Cuando salimos al patio, un perro bóxer arrancó a saltar sobre nosotros (yo era el mayor) y yo fui el elegido para que el bóxer se apoyara en mis hombros con su hocico babeante en  mi cara. Vino el lloradero, incluso el mío y aunque mi padre decía que era un perro de meses, todos le pedimos que se lo llevara y tuvo que hacerlo. Añoré entonces con mayor fuerza una jirafa enana.

Luego nos cambiamos a Oasis, en la misma Clavería. Ahí, en la calle, vivía un perro de nombre Nerón, grande, peludo de cafés, sepias y blancos, hocico y cabeza grande; su lugar preferido era un árbol Hule que estaba frente a la tintorería. Eran los tintoreros, precisamente, quienes le daban de comer. De vez en cuando, Nerón desaparecía por varios días hasta que en algún momento lo volvíamos a ver recostado al lado del Hule.

Junto a la tintorería estaba uno de los poquísimos edificios de la colonia construido quizás a principios de los cuarenta con vidrios de fondo de botella cuadrados al frente, entre gris y sepia claro. Allí vivía un militar muy delgado que tenía un perro delgado, grisáceo, mezcla de algunas razas como el galgo y un canis vulgaris vulgaris; el perro era nervudo y flaco como su dueño. Le llamaba Solovino y, desde luego, nadie lo quería en toda la cuadra; creo que Nerón percibía nuestra aversión por el otro perro porque se volvieron enemigos acérrimos. Más o menos cada diez días presenciábamos unas peleas de perros grandiosas, como si Nerón fuera a tomar Troya, o sea el edificio de fondos de botella. La mayoría de las veces ganaba Nerón, pero debo admitir que Solovino llegó a doblegar al otro, luego de  lo cual no era extraño que el Nerón se desapareciera por un par de semanas. Ambos tenían sendas cicatrices en especial cerca del cuello.

Sobre Oasis mismo, pero entre Tebas y Salónica, vivía la familia Vidaurreta, de cuyos hijos yo era muy amigo. Tenían una casa grande de un solo piso, pero de largo fondo; construida de piedra y con un jardín de enredaderas. Se decía que eran familiares de Azcárraga Vidaurreta, el entonces dueño de Televicentro y la radiodifusora XEW. Tenían un estacionamiento largo en el que cabrían tres automóviles; la puerta era de lámina y reja pintada de blanco.

En una ocasión, por la tarde, yo iba a un mandado hacia Salónica, sobre Oasis y pasaba frente a la casa de los Vidaurreta; las puertas estaban abiertas. De pronto, vi venir un perro blanco, pequeño, de raza extraña, que venía desde el fondo el estacionamiento directo hacia mí. Primero pensé en correr, pero en aquel entonces la conseja era quedarse parado, como estatua, y que con ello el perro ya no lo atacaba a uno; decidí hacer lo segundo y me quedé quieto, como jugando a los encantados, pero el perrito avanzó y avanzó hasta que se detuvo junto a mis piernas y me propinó dos o tres mordidas. Entonces fue cuando corrí, pero hacia mi casa, llorando y recordando otra conseja de la época: que los perros huelen el miedo y atacan y yo estaba aterrorizado. Si hubiera visto correr a una jirafa enana hacia a mí, la hubiera recibido con los brazos abiertos.

Recuerdo que, tal vez en la calle Río Nilo, tenían en la azotea a un muchacho de unos veinte años, desnudo, pelón y amarrado. Decían que estaba loco; gritaba incoherencias y ladraba.

Guillermo Samperio

Lo dice el reportero