La violencia invisible, la más perversa en la escuela

Eduardo Suárez Díaz Barriga

02/07/2014 - 12:00 am

Pasa el tiempo y sigue presente la muerte del niño arrojado contra los muros por algunos de sus compañeros en una escuela de Tamaulipas. El hecho es terrible, inaceptable, doloroso. ¿Qué se le puede decir a sus familiares?, ¿cómo explicarlo?, ¿qué diablos debemos hacer para que nunca vuelva a ocurrir?

Escuchar las opiniones expresadas en la calle no ayuda. La mayoría se centra en el castigo y la retribución, en tratar como delincuentes, equivalentes a narcotraficantes o torturadores, a los muchachos agresores (casi siempre son hombres, como muestran las estadísticas), para justificar la violenta ira que sus inaceptables actos provoca en la sociedad. Dicho de otra manera: se considera justo hacerlos vivir lo mismo que provocaron, o algo equivalente, como legítimo castigo. Parece que no se entiende cabalmente qué es la violencia; en un país convulsionado, no sabemos qué es lo que nos hace retorcernos de tanto dolor. Como quien sufre de apendicitis mortal y se la quiere curar con chicharrón prensado.

Ser violento consiste en causarle un daño a otra persona, de forma intencional y como una manifestación de poder. El daño no necesita ser físico ya que puede ser psicológico o económico. Y siempre implica la trasgresión a un derecho de la persona violentada. Entender lo anterior implicaría no aceptar ni justificar jamás la violencia pero también el compromiso de responder de forma diferente a quienes han sido violentos. Responder con violencia a la violencia es pretender apagar fuego con gasolina. Una locura abrumadora.

Se puede escuchar que la violencia siempre ha existido en la escuela, como si no hubiera existido siempre en todos lados. Como si aceptarlo implicara entender algo y, por enajenante lógica, que no hacer nada y seguir como siempre es el mejor plan de acción. Sea cierto o no, la violencia escolar actual obedece a múltiples factores, personales, colectivos y contextuales, sumamente complejos. Lo indudable es que el conflicto es consustancial a la vida humana; no así su peor resolución: la violencia. Y la escuela es una institución muy humana; en ella todo el tiempo hay conflictos. Pero eso no significa que deban manejarse tan mal que su resultado inevitable sea la violencia. El conflicto también es riquísima fuente de creatividad y de aprendizaje, cuando se sabe transformar.

Algunas cifras son ilustrativas: la OCDE ha señalado la gravísima magnitud de la violencia en las escuelas de nuestro país. Las consultas infantiles y juveniles muestran lo mismo, desde el punto de vista de los principales involucrados. Son estadísticas muy tristes.

Sin embargo, lejos de hacer algo que nos aleje de ella, se le demoniza al mismo tiempo que se le utiliza como recurso considerado legítimo para educar. No solo a los estudiantes agresores se les castiga con violencia al privarlos de sus derechos, la agresión está presente cotidianamente en burlas, descalificaciones, ironías y maltratos para todos y todas. Este doble discurso institucional (esquizofrenia sería quizá un término más apropiado) apunta al origen estructural de la agresión escolar, y no a los estudiantes violentos.

Por si fuera poco, esta situación se ve legitimada por padres y madres de familia, que justifican el maltrato a sus hijos, para así educarlos mejor. Recuerdo que antes se dejaba en la escuela al niño o niña “con todo y nalgas”. Poco ha importado que la investigación educativa haya mostrado sin lugar a dudas que el clima violento afecta gravemente el desempeño escolar, empobreciéndolo. Insólito en verdad.

Como ya se ha visto, la violencia en la escuela no solo es de docentes y familiares; los estudiantes la sufren y la ejercen con espeluznante frecuencia y tiene varias aristas. Una de ellas consiste en la construcción de un espacio de oposición y contestación, consciente e inconsciente, a partir de un código paralelo al de la violencia estructural y cultural generales en nuestra sociedad. Dicho de otra forma, es de esperarse que niños y niñas reaccionen desfavorablemente a la violencia que les rodea y aterroriza desde todos lados. La otra puede entenderse mejor desde la perspectiva de género, con la imposición cultural de estereotipos rígidos para entender a los niños como naturalmente agresivos y poderosos, y a las niñas como esencialmente sumisas y frágiles. Con estos ingredientes, cómo esperar otros resultados.

El bullying, o acoso escolar, que es la forma de violencia que más nos alarma por presentarse en un espacio imaginado ingenuamente como si fuera el escenario de una película de Disney o de un tema de Cri-Crí, incluye comportamientos como burlas, amenazas, intimidaciones, agresiones físicas, aislamiento sistemático, insultos, etc., que se prolongan en el tiempo contra una víctima indefensa. Generalmente se mantiene debido a la pasividad, ignorancia o negligencia de observadores que rodean a agresores y víctimas. Las agresiones se llevan a cabo dentro de la escuela, durante los recreos, generalmente con poca presencia de adultos dispuestos a intervenir. Los niños utilizan la violencia con mayor frecuencia que las niñas, y tienden a restarle importancia a la gravedad del hecho y a sus implicaciones.

Los especialistas reconocen dos tipos de víctima: la pasiva —generalmente un muchacho aislado, poco asertivo, impopular y con dificultades para la comunicación— y  la activa —que difiere de la anterior en su impulsividad y agresividad reactivas—. Los agresores son impulsivos, con baja tolerancia a la frustración, con alguna situación social negativa y con problemas relacionales con los padres. Se distinguen los agresores activos, quienes inician y dirigen, de los pasivos, que siguen o refuerzan a los activos.

La violencia escolar no se puede entender como el producto de niños violentos que provienen de familias violentas. Si fuera cierto, lo que habría que hacer sería negarles el acceso a la escuela y asunto terminado; solo que eso haría lo mismo que deseamos evitar, al negarles su derecho inalienable a la educación, lo que nos haría violentos contra estos niños y sus familias. Es cierto que la violencia está en casa, como ha dicho el secretario de educación, pero no es la causa de la agresión en la escuela, como lo demuestra la sospecha generalizada de que siempre ha existido en ella.  La violencia está ahora en todos lados, lo que no es razón para no hacer nada.

En lugar de buscar un chivo expiatorio, la mejor manera de entender la violencia escolar es la ecológica: en su complejidad, como un microsistema social que una a individuos y contextos. Existen herramientas potentes para entender esta complejidad. El triángulo de Galtung, por ejemplo. Imaginemos que un niño le pega o se burla de otro. ¿Qué es lo que está ocurriendo?

El triángulo establece que la violencia siempre tiene tres vértices: directo, cultural y estructural. La violencia directa es aquella capaz de ser detectada fácilmente: el golpe de un estudiante a otro, como en nuestro ejemplo. Casi siempre allí se queda el análisis, con el castigo al agresor y, quizá, al profesor que se considera negligente y responsable.

Si no se quiere este análisis tan plano, es necesario preguntarse acerca de los valores con que están siendo formados los estudiantes de una escuela. Si se considera que una característica masculina deseable es la de ser agresivo e impositivo, el bullying no es extraño. Este valor lo encontramos manifestado con claridad en programas de televisión, en las relaciones dentro del aula, en los deportes, etc. Se trata de la violencia cultural, aquella que está fincada también en símbolos, costumbres, creencias, rituales, etc.

Y si investigamos más a fondo nos daremos cuenta de que siempre hay un componente más, muy difícil de observar pero que resulta definitivo para poder entender la violencia: el de las relaciones que se establecen entre los grupos humanos y las normas institucionales, en donde a alguien se le priva de un derecho fundamental. En el caso hipotético del golpe ya mencionado, debe revisarse si en la organización de la escuela hay obstáculos para el libre ejercicio de los derechos de los estudiantes, a ser escuchados y tomados en cuenta, o si son maltratados impunemente por sus docentes, como ejemplos. Esta negación de un derecho básico se conoce como violencia estructural. Y es el verdadero fondo de toda violencia, su causa real, ya que personas que gozan libremente de sus derechos, como el de a una educación de calidad, tienden a alejarse de la violencia.

Cada que ocurre un acto directo y visible de bullying es necesario considerar qué ocurre en los aspectos invisibles, como el cultural y el estructural. No es posible resolver la violencia en la escuela sin esta concepción compleja y sistémica. Es fácil ver que estudiantes y profesores juegan un papel importante pero ni remotamente el único. Cualquier solución requiere de repensar nuestros valores y creencias, sobre todo los encontrados en las aulas, así como de cuestionar aspectos como el ejercicio de poder en instituciones y organizaciones escolares.

Estas reflexiones, responsabilidad única del autor, utilizaron las valiosas ideas de Torres Falcón, del Colegio de México; de Gómez, Zurita y López, de la Universidad de Colima; de Díaz-Aguado, de la Universidad Complutense de Madrid, y de Johan Galtung, de Trascend International. Se les agradece y da el debido crédito.

Eduardo Suárez Díaz Barriga

Eduardo Suárez Díaz Barriga es biólogo y profesor universitario. Tiene maestrías en administración de instituciones educativas y en tecnología educativa. Además de la docencia y la investigación, se ha desempeñado en puestos administrativos en instituciones educativas públicas. Le gusta la comida, el mezcal, la música y el cine. Se la pasa muy bien con su familia.

Lo dice el reportero