Le educación de las mujeres, hasta hace muy poco, era escasa y mala. Una versión descafeinada de la de los hombres. Las jóvenes ricas, las mejor educadas, se preparaban para ser compañeras interesantes y adecuadas de hombres poderosos y públicos (la diferencia entre el significado de este adjetivo cuando se aplica a ellas en lugar de a ellos es notable). Para los hombres públicos, mujeres privadas. Las muchachas pobres podían aspirar apenas a la lectura y a un poco de escritura. De números, casi nada.
La situación ha cambiado, ciertamente. Pero algo de estas transformaciones tiene mucho de gatopardismo, en que se cambia para permanecer igual. Incluso ahora, después del feminismo y hasta del foxista chiquillos y chiquillas, de la larga lucha por la igualdad y la equidad, sigue invisible el importantísimo trabajo realizado durante siglos por las mujeres, según explica Nel Noddings, filósofa de la educación.
¿En serio son más importante las habilidades para manejar incógnitas y ecuaciones que aquellas para formar y mantener un hogar? Porque ahora las mujeres ya habitan por derecho propio en el mundo de la política, la economía, la ciencia y lo profesional. Entonces, ¿quién se va a encargar del cuidado y el mantenimiento del hogar?, ¿cómo se va a aprender algo tan vital?
Es claro que es difícil ser madre o padre, administrar el gasto familiar puede ser un rompecabezas, por no hablar de educar a hijos e hijas. Por ejemplo, el secretario de educación ha dicho que la violencia es un asunto del hogar y no de la escuela. Sin estar de acuerdo con él, es ineludible reconocer que lo que ocurre en la casa redunda en toda la sociedad. Y eran las mujeres quienes hacían esta labor invisible, sin ser reconocida jamás.
Es insostenible la idea de que el hogar y el cuidado de la familia pertenecen exclusivamente a los “ángeles de la casa”, a las “reinas del hogar”. Ahora, madres y padres con sus hijos e hijas deben compartir las responsabilidades y tareas familiares. No se trata solo de lavar, planchar, cocinar, limpiar, coser ropa, o cuidar niños o enfermas, sino de proporcionar un refugio seguro, con bienestar físico y sicológico, una estructura que permita la vida creativa y feliz. Como lo hicieron las mujeres por siglos.
Si continua la falta de equidad e igualdad, las mujeres seguirán cargando con esta tarea, sumada a las muchas otras que ya tienen, como la de brindar soporte económico incluso en hogares con compañeros presentes, que no son mayoría. Con un poco más de justicia, se debe comenzar por admitir la enorme valía de estas labores, hacer visible su importancia, para pasar a distribuirla con equidad entre hombres y mujeres.
Pero eso no es suficiente. Es indispensable considerar estas vitales habilidades y necesarios conocimientos en la educación formal, en las escuelas. No es requisito aumentar la de por sí inaguantable carga de los planes de estudio y de las profesoras. Los maestros pueden incluir estos temas en las asignaturas que ya enseñan.
Para poder hacer esto es necesario también modificar la forma en que se están preparando los futuros docentes. Deben dejar de especializarse para aumentar la amplitud de sus conocimientos y habilidades. La visión de una burocracia dedicada exclusivamente a la preparación intelectual, guiada por hiperespecialistas, debe hacerse a un lado para preferir un enfoque ecológico, de interrelaciones, de equilibrios y comunidades.
Vivimos en una sociedad violenta porque, entre otras características, no es verdaderamente democrática. En ella la igualdad y la equidad brillan todavía por su ausencia. Los signos y síntomas de esta enfermedad por carencia, como el escorbuto, son tan obvios como los calzones del rey, que nadie quería ver y por eso no veía.
La democracia solo es posible cuando es profunda, cuando se da en el hogar. Si queremos ser democráticos, comencemos con lavar y planchar con equidad. No es necesario enseñar esto directamente en la escuela pero sí ayudaría dejar de ser ciegos por elección.




