Jorge Javier Romero Vadillo

La guerra de las estatuas

"Cada generación decide qué bronce merece aplauso y qué piedra merece escupitajo. Lo grotesco es cuando se tumban símbolos del pasado remoto en nombre de una justicia retrospectiva y, al mismo tiempo, se indignan porque se retire la chatarra monumental de Fidel o del Che."

Jorge Javier Romero Vadillo

24/07/2025 - 12:02 am

La Alcaldía Cuauhtémoc retiró las estatuas del "Che" Guevara y Fidel Castro. Foto: Alcaldía Cuauhtémoc

Hace unos años, en Estados Unidos se desató una moda iconoclasta. Activistas indignados derribaron estatuas de Cristóbal Colón, acusado de inaugurar el genocidio americano, y de Fray Junípero Serra, por su afán evangelizador. En varias ciudades sureñas también cayeron los generales del ejército confederado, como Robert E. Lee en Nueva Orleans, por haber empuñado las armas en defensa del esclavismo. Los bronces de los derrotados perdieron pedestal, bajo la consigna de que ningún espacio público debe rendir homenaje a verdugos.

La oleada simbólica cruzó fronteras y llegó hasta México. Después de reiteradas protestas y actos de vandalismo, el Gobierno de la Ciudad de México, encabezado entonces por la actual Presidenta de la República, retiró la estatua de Colón del Paseo de la Reforma. Poco importó su valor histórico o estético. Fue sustituido por un adefesio conceptual llamado “Tlalli”, que nunca se concretó, pero sí logró cumplir su cometido: borrar a Colón sin ofrecer a cambio otra cosa que un simulacro de redención.

No es la primera vez que las estatuas caen al ritmo de los cambios de humor colectivos. En tiempos de revolución, los héroes de ayer son vilipendiados sin piedad, sus imágenes fundidas o convertidas en monumento al escarnio. En la Plaza Mayor de Madrid, las cabezas de los reyes decapitados adornaron las lanzas populares; en Bucarest, la escultura de Ceaușescu fue fundida a martillazos cuando su régimen se desplomó. La damnatio memoriae es un gesto tan viejo como el poder mismo.

México no ha sido ajeno a esas purgas simbólicas. Desde hace más de un siglo, la estatua de Carlos IV —el llamado “Caballito” de Tolsá— se exhibe con una placa que aclara: “Se conserva por su valor artístico”. Por si alguien creyera que el bronce sobre Reforma honra las virtudes del monarca que vendió la soberanía nacional al mejor postor. Valle-Inclán, con su desparpajo habitual, lo retrató en una letrilla como un “cabrón coronado”, mote más literario que jurídico, por las supuestas infidelidades de María Luisa de Parma, reina de moral alegre y voluntad firme.

Pero hay algo que chirría. Los mismos grupos que exigen disculpas por los crímenes reales o imaginarios cometidos hace cinco siglos, por reinos extintos y en contextos irrepetibles, son los que hoy defienden con fervor esculturas nuevas que homenajean a personajes cuya estela de violencia sigue viva. No se trata de debates académicos ni de ajustes de cuentas simbólicos: muchos de los ídolos actuales que la izquierda oficial reivindica fueron protagonistas de procesos autoritarios cuyas consecuencias aún se padecen. 

Resulta hipócrita que un gobierno que decidió retirar del Paseo de la Reforma una estatua histórica como la de Colón, en nombre de la memoria y la justicia, se rasgue ahora las vestiduras por el retiro de unos adefesios de bronce instalados en un parque de la colonia Tabacalera. Aquellas esculturas no representaban valores universales ni figuras incuestionables, sino a personajes cuya catadura moral está lejos de ser irreprochable, sobre todo, por los efectos persistentes de sus actos. Las estatuas de Ernesto Guevara y Fidel Castro, colocadas por el Gobierno capitalino anterior, pretendían glorificar una gesta que terminó devorando a su propio pueblo.

Ambos fueron líderes de una revolución que instauró un régimen de partido único, persiguió la disidencia, encarceló a homosexuales, instauró campos de trabajo forzado y sigue negando libertades elementales. Guevara, en particular, dirigió ejecuciones sumarias y promovió una visión militarista de la política que causó estragos en América Latina. La idealización de sus figuras como símbolos libertarios encubre una historia concreta de autoritarismo, dogmatismo y culto al poder. Que aún hoy se les rinda homenaje desde la tribuna presidencial no habla de memoria, sino de propaganda. Más aún cuando se reivindica, sin asomo de autocrítica, el legado de la revolución cubana como si fuese el último bastión de la dignidad antimperialista. Ahí siguen, en las paredes y en los discursos, las efigies de Castro y Guevara, mientras millones de cubanos votan con los pies y escapan como pueden del paraíso socialista. Cualquier izquierda que se diga democrática debería, al menos, tomar nota de esa fuga masiva.

No se trata de negar la importancia histórica de esos personajes, sino de dejar de tratarlos como santos laicos. Rafael Rojas, a quien respeto como historiador serio y riguroso, ha insistido en evitar tanto la idealización ingenua como la demonización simplista de Castro y Guevara. Pero eso no impide someter a crítica el desastre político, económico y moral que dejó su revolución. Desde ninguna perspectiva que no sea inicua, la justicia puede ser compatible con el autoritarismo, y la miseria planificada no puede ser excusada como precio de la dignidad.

Todas las estatuas envejecen. A veces se derrumban con violencia; otras, se oxidan en silencio. Pero ninguna escapa al juicio del tiempo. La historia de bronce siempre es una forma de mistificación: convierte en epopeya lo que casi siempre fue ambición, cálculo y sangre. Por eso conviene mirar con sospecha tanto a los conquistadores como a los redentores. Unos y otros, al fin, quisieron erigir su eternidad en piedra.

Y sin embargo, ahí siguen, montados en sus pedestales: emperadores desnudos, libertadores con metralla, redentores que arruinaron lo que decían salvar. La guerra de las estatuas no es entre buenos y malos, sino entre ficciones que aún disputan el espacio público. Cada generación decide qué bronce merece aplauso y qué piedra merece escupitajo. Lo grotesco es cuando se tumban símbolos del pasado remoto en nombre de una justicia retrospectiva y, al mismo tiempo, se indignan porque se retire la chatarra monumental de Fidel o del Che. La Presidenta que quitó a Colón de Reforma se indigna ahora porque se bajó a sus ídolos de la Tabacalera. Las estatuas, ya se sabe, siempre acaban del lado de quien escribe la historia. 

Jorge Javier Romero Vadillo

Jorge Javier Romero Vadillo

Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

Lo dice el reportero