
Durante la mayor parte del siglo XX, el Congreso mexicano fue un aparato decorativo. Aunque la Constitución proclamaba su autonomía, en los hechos operaba como extensión del Ejecutivo, sometido al ritmo de la presidencia omnímoda. La Revolución no corrigió la captura del Legislativo que venía del siglo XIX: la institucionalizó. No fue hasta 1997, cuando el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y se consolidó un sistema electoral equitativo, que la representación política dejó de ser simulacro. El Congreso empezó a contar como espacio de poder real. La pluralidad efectiva, exiliada durante décadas del recinto parlamentario, regresó a su sitio natural: el conflicto, la negociación, el límite.
Ese año, el partido que había ejercido el poder de forma monopolista perdió la mayoría absoluta. Se acabó el monólogo. El Congreso dejó de ser un órgano ornamental y se convirtió en un espacio donde la política se hacía hablando. La pluralidad, hasta entonces administrada por el PRI, se volvió real. Y con ella vino el conflicto, la negociación, el forcejeo institucional.
A partir de entonces, el Ejecutivo necesitó construir acuerdos para gobernar. El presupuesto federal, antes redactado en Hacienda y aprobado sin enmiendas, pasó a ser campo de batalla. La ley de ingresos se debatió. El gasto se fragmentó. Y aunque la lógica de intercambio no siempre fue edificante, sí fue política. Aparecieron las prácticas de pork barrel —obras asignadas a cambio de votos— que florecieron en tiempos de Agustín Carstens en hacienda. No eran un modelo de republicanismo, pero, con todo, eso era mejor que la decisión centralizada desde Los Pinos.
Ese cambio institucional inauguró una etapa en la que el Legislativo ya no fue mera caja de resonancia. Se legisló con negociación. Se construyeron consensos —a veces precarios, otras cínicos—, pero se discutió. Lo relevante es que nadie podía imponer por sí solo una reforma constitucional. Para cambiar las reglas del juego, había que sentarse a la mesa. En un país habituado al dedazo y la línea, eso era una anomalía revolucionaria.
Entre 1997 y 2012, se aprobaron reformas de calado, todas producto de negociaciones multipartidistas: la consolidación de la autonomía del Banco de México (2004), la reforma judicial de 2008, la profesionalización del servicio público con la Ley del Servicio Profesional de Carrera (2003), la reforma electoral de 2007 y la creación del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (2002). Ninguna habría sido posible sin un Congreso plural. Ninguna fue iniciativa exclusiva del Ejecutivo. Todas fueron moldeadas en el horno de la deliberación.
Pero lo más significativo fue el muro que ese Congreso plural erigió frente al presidencialismo: se frenaron iniciativas autoritarias, se detuvieron nombramientos inaceptables, se establecieron procedimientos. La Corte, el IFE, la CNDH, el Banco de México, el INEGI —órganos autónomos— fueron integrados por nombramientos que exigieron consenso. No eran arcángeles ni técnicos impolutos, pero tampoco operadores del Presidente. La unanimidad se volvió requisito político, no ritual. Y esa exigencia blindó a las instituciones frente al capricho del Ejecutivo. Por primera vez, México tuvo órganos que no dependían de una llamada desde Los Pinos.
Hubo excesos. El reparto de cuotas se volvió práctica común. Se negociaron cargos como se negocia una partida. Pero incluso en su versión más burda, el procedimiento implicaba diálogo, no sumisión. El Congreso se volvió, al menos parcialmente, un actor. No uno virtuoso, pero sí relevante.
Ese frágil equilibrio sobrevivió a la alternancia. Vicente Fox no supo gobernar con Congreso adverso. Calderón, en guerra consigo mismo, dependió de acuerdos puntuales. Peña Nieto, con el regreso del PRI, intentó reeditar la obediencia, pero tuvo que pactar con el PAN y el PRD para sacar adelante las reformas estructurales. El Pacto por México no fue cooptación ni restauración del viejo orden, sino un intento deliberado de modificar los incentivos que sostenían la lógica patrimonial del régimen priista. Al promover reformas en educación, telecomunicaciones, energía y competencia económica, apuntaba a desmontar enclaves clientelares, abrir sectores cerrados y fortalecer la función reguladora del Estado con órganos autónomos. No fue una empresa inocente ni exenta de cálculo político, pero sí supuso deliberación parlamentaria real y producción legislativa de alto impacto.
Gracias a ese pacto —denostado desde el primer día con fervor fanático por López Obrador— se aprobaron reformas de alcance nacional, concebidas para abrir acceso a bienes públicos esenciales: la reforma educativa, que creó un sistema de evaluación independiente del sindicato y de los gobiernos estatales; la reforma en telecomunicaciones, que impulsó la competencia en radiodifusión y telefonía; la reforma energética, que permitió la inversión privada bajo regulación estatal; y la reforma en competencia económica, que fortaleció a la Comisión Federal de Competencia Económica como órgano autónomo. Además, se consolidó la autonomía del Instituto Federal de Telecomunicaciones, del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) y del propio INE. Estas instituciones nacieron o fueron fortalecidas gracias al trabajo legislativo multipartidista. Con todas sus imperfecciones, apuntaban a un modelo institucional moderno: un Estado regulador fuerte, pero contenido.
Todo ese andamiaje institucional está siendo demolido. El discurso de la regeneración nacional ha sido, en los hechos, una estrategia para desmontar los contrapesos. El Ejecutivo ha recuperado la iniciativa exclusiva, no por derecho, sino por superioridad numérica. La mayoría construida por Morena y sus aliados ha devuelto al Congreso a su función primigenia: levantar la mano. Las reformas se aprueban sin cambios. Las leyes se dictan desde Palacio. Los nombramientos ya no se discuten: se obedecen. El Ejecutivo ya no negocia, impone. Y cuando no puede, desprecia.
El último episodio de esta regresión es aterrador: la reforma electoral propuesta por la Presidenta busca reducir la representación proporcional, eliminar la autonomía del INE y devolver el control del proceso electoral al Gobierno. No se trata de austeridad ni de eficiencia. Se trata de volver a un modelo de Congreso sometido, disciplinado, leal. El ideal no es el parlamento deliberante, sino el Congreso porfirista. O su versión institucionalizada: la Cámara de Diputados del viejo PRI, donde cada legislador era soldado de la presidencia.
Lo que está en juego no es una fórmula electoral, sino el tipo de república que queremos. Una con poderes que se contienen, o una donde el Legislativo vuelva a ser lo que fue durante siglo y medio: una comparsa obediente, incapaz de limitar, dispuesta a aplaudir. México ya conoció esa historia. Fue larga, costosa y humillante. Y sin embargo, ahí estamos, otra vez, al borde del abismo que ya habíamos cruzado.





