En agosto de 2004, el entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador, convocó a una protesta en el Zócalo para oponerse a lo que él llamaba “un complot” de la derecha, fraguado con los llamados videoescándalos ese año y, en mayo, con la canallada del desafuero.
La asistencia fue de decenas de miles de personas. Organizada al vapor y en tiempos ajenos a las redes sociodigitales, esa concurrencia fue, por ejemplo, unas cincuenta veces mayor a la marcha convocada por Gilberto Lozano y FRENAA en 2020.
En 2005, cuando el golpista desafuero se consumó y Fox y su runfla de hampones estaban dispuestos a llegar a las últimas consecuencias de su autoritarismo, el 7 de abril de ese año, López Obrador convocó a la gente al Zócalo. Mientras, en el canal dos de Televisa, en su barra cacofónica y deplorable de chismarrajos matutinos, la conductora Andrea Legarreta, devenida en politóloga estrella del PRIAN, sugería a la gente que si no tenía que hacerlo, mejor no saliera de su casa, a la par de que Fox y Martha Sahagún, desde el Vaticano, decían que México daba un ejemplo al mundo de legalidad y de paz. Pese a eso, y de nuevo en tiempos previos al Twitter y WhatsApp, la convocatoria a las calles fue atendida por unas cien mil personas, o sea unas trescientas veces mayor que alguna marcha de los llamados Chalecos amarillos de 2019.
Poco después, el 27 de abril, pese a la antidemocrática barrera mediática existente contra el perredismo en general, López Obrador convocó a la marcha del silencio en contra del golpe de Estado autoritario que fue el desafuero. Pese a las descalificaciones de Fox y Santiago Creel, y la amenaza de represión militar (que por fortuna la Secretaría de la Defensa no estaba dispuesto a convalidar), esa marcha se convirtió en la movilización más grande de la historia mexicana en las últimas décadas.
Asistieron casi un millón y medio de personas, en una manifestación sin precedentes que atiborró desde La Fuente de Petróleos hasta el Zócalo, mientras Fox y la prensa aliada a él, mentían con que sólo habían ido cien mil personas, a pesar de que las fotografías mostraban lo contrario y a pesar de que en todo el mundo hubo expresiones de repudio al desafuero. Se recuerdan aquí por ejemplo las expuestas por los premios Nobel Adolfo Pérez Esquivel o José Saramago, o la de los escritores inglés y polaco Salman Rushdie y Riszard Kapusziński, por ejemplo.
Esa marcha antidesafuero, también gestada en tiempos donde no había teléfonos inteligentes y, esa sí, con todo en contra, incluidas amenazas de represión, fue cincuenta veces más grande que la mayor concentración de, por ejemplo, la llamada Marea rosa del año pasado.
Y lo mismo podría decirse de la marcha del “voto por voto” de agosto de 2006, con casi dos millones de asistentes. Y las multitudinarias concentraciones de la Convención Nacional democrática y la del llamado gobierno legítimo, con un Zócalo lleno tanto el 16 de septiembre como el 20 de noviembre de ese año. O la del aniversario de la convención nacional democrática en el verano de 2007.
O, asimismo, las manifestaciones masivas de marzo y abril de 2008 en contra de la privatización del petróleo, que comenzaron con una convocatoria espontánea, de un día para otro ante el albazo legislativo, pero aún así convocaron a 20 mil personas en su primera concentración, y a cientos de miles para las subsecuentes, y que pronto tendrían una militancia registrada y credencializada, dispuesta a mantenerse en resistencia civil, que nutría a los números de afiliados al gobierno legítimo, que para ese año de 2008, rondaba los dos millones de personas.
Aun suponiendo que se tratara de números inflados o sobredimensionados, cualquier actor político que logre movilizar tales cantidades de personas, con todo en contra, en tiempos donde la internet no tenía las redes actuales y sin teléfonos celulares, es un hecho muy relevante y representativo. Con esa cantidad de personas, por ejemplo, se logra fácilmente el registro de un partido político, cosa que en efecto se afianzó en tiempo récord en 2013, cuando Morena se afianzó como partido ante el INE, hecho que hoy no pueden lograr, pese a tener más facilidades de comunicación, gente como el grotesco Eduardo Verástegui, los trumpistas de México republicano, o los porros iletrados del PRD que hoy quieren fundar el partido Somos México.
Una vez llegado al poder, en 2018, el obradorismo no cejó su relación con las calles, donde en 2022 de nuevo llegó al millón de asistentes en una concentración, mientras sus informes de gobierno se hicieron en plaza pública con asistencia multitudinaria.
Eso explica que la Presidenta Claudia Sheinbaum haya convocado al Zócalo el pasado seis de diciembre, donde la asistencia fue, como ha sido una práctica usual en el obradorismo desde hace veinte años, de cientos de miles de personas, en un ejercicio de politización y de neutralización contra las ínfulas más agresivas de la derecha obtusa mexicana, esa que ve en la estridencia vergonzante y en la delictiva evasión fiscal su nuevo proyecto de Nación.
La convocatoria es exitosa porque no es una ocurrencia o una espontaneidad. Es un hábito consumado del obradorismo que empezó a gestarse hace décadas, bajo el convencimiento de que para triunfar en política en un país como México, con oligopolios mediáticos y poca actitud democrática, hay que hacer política cara a cara, calle a calle, palmo a palmo, no para solamente llevar información sino para recibirla y crear socialización de ideas.
Así, son las calles y el terreno y no sólo el escritorio y las pantallas, el espacio natural del obradorismo, que desde tiempos donde era más complejo el contacto y sin las ventajas del mundo digital, supo hacer contacto con el mundo real, mientras enfrentaron el acoso y el estigma de, por ejemplo, las voceras más representativas de la derecha mexicana, sea Andrea legarreta en 2005 o Patricia Chapoy en 2025, empeñada en tildar de “acarreados priistas” a los asistentes al Zócalo.
La relación del obradorismo y las calles ha sido una constante, como constante ha sido también la falta de comprensión de sus adversarios de este fenómeno, al cual no sólo quieren interpretar con términos caducos, sino que sobre todo quieren descalificar, sin notar que al hacerlo, no sólo reproducen el nivel de Chapoy, sino que, ante todo, se descalifican a sí mismos.





